La precipitación está peor vista que la tardanza gracias también a la sacralización del carácter garantista del sistema democrático no sólo en lo judicial. Se supone que todos los procedimientos han de llevarse con parsimonia para que sean verdaderamente solventes. Poco importa que las decisiones que se adopten al final queden sin efecto o resulten ineficaces.
La crisis económica ha dejado en serios aprietos a la política. La política no supo preverla, no quiso actuar al compás de los acontecimientos, y ha acabado quedándose muy atrás respecto a ellos. Resurgen las incertidumbres, las dudas; y la desconfianza del ciudadano hacia la política adquiere una nueva dimensión.
En España, a la pose desconfiada que los ciudadanos han mostrado siempre hacia la política se le une en estos momentos la constatación de que no sirve para resolver los problemas más espinosos. Los mismos que causaron la crisis financiera le han sabido coger ahora la delantera a la política, moviendo capitales a su antojo y dejando en evidencia a los gobiernos. El embate de la crisis ha servido, además, para comprobar que las democracias parlamentarias, basadas en el sistema de partidos, no son capaces de administrar con solvencia el Estado de bienestar, de adecuarlo y garantizar su futuro, sencillamente porque los partidos no son organismos de pensamiento y resolución, y las administraciones van tirando día a día ejecutando presupuestos que en lo sustancial no se atreven a modificar. Pero junto a todo ello ha aflorado una característica que ya forma parte de la política: su pereza.
En las democracias acomodadas, los actores de la política saben que los ciudadanos no tienen escapatoria; que no les queda más remedio que acudir a las urnas para votar más o menos a las mismas formaciones políticas, e incluso a los mismos dirigentes.
El arco parlamentario permanece prácticamente inalterado, y sólo la temporal aparición de algunas formaciones menores o las crisis internas dentro de algunos partidos con más solera lo modifican. Esto, juntamente con la estabilidad del sistema democrático y de sus instituciones, concede una enorme tranquilidad a los actores políticos. La política es esencialmente conservadora, y en muy contadas ocasiones siente la necesidad de corregirse a sí misma. Los cambios que procura se limitan demasiado a la alternancia en el poder, o a golpes de oportunidad, a la intensificación de la exposición pública y a apariencias de mayor dinamismo.
La otra característica de la política que explicaría su pereza es la certeza con la que se maneja de que moverse, tomar decisiones o cambiar de rumbo resulta inconveniente, a no ser que se esté ya con el agua al cuello.
Incluso cuando los problemas se pudren, después de mucho tiempo de permanecer enquistados, la política tiende a acomodarse en ellos, como está ocurriendo en estos momentos con la corrupción. La máxima ignaciana –en tiempos de zozobra no hacer mudanza– viene que ni pintada, porque los actores políticos siempre podrán simular que viven en la zozobra. Pero junto a tan sabia recomendación la indolencia ha llegado a dotarse de su propio estilo. El poder ha de mostrarse impasible para que merezca crédito. Cambiar supone siempre una concesión a los adversarios políticos, que se verán estimulados para proseguir con su asedio. El éxito político precisa ofrecer seguridad, dejando sin respuesta todas las preguntas incómodas para guarecerse en el soliloquio.
La disyuntiva entre «catástrofe o sacrificio», formulada por el primer ministro griego, Giorgos Papandreu, para defender lo segundo en el caso de Grecia, es consecuencia de la desidia fraudulenta con la que sus antecesores trataron de posponer los problemas. Pero ello no puede ocultar la exasperante lentitud con que se han conducido la Unión Europea y los gobiernos del euro. José Luis Rodríguez Zapatero confía en que la economía remonte el vuelo para evitar actuaciones incómodas, al mismo tiempo que Mariano Rajoy espera que el presidente se labre su propio fracaso sin que el primer partido de la oposición arriesgue demasiado. Es esa pereza compartida la que les ha citado para mañana, cuando deberían haberse visto cada mes durante el último año y medio. El fenómeno es tan contagioso que va más allá de la política partidaria y afecta a las instituciones.
La precipitación está peor vista que la tardanza gracias también a la sacralización del carácter garantista del sistema democrático no sólo en lo judicial. Se supone que todos los procedimientos han de llevarse con parsimonia para que sean verdaderamente solventes. Poco importa que las decisiones que se adopten al final queden sin efecto o resulten ineficaces. Diálogos que se eternizan sin siquiera ofrecer una conclusión parcial, acercamientos que se dilatan sin que den fruto alguno, deliberaciones que parecen desembocar en la nada.
Así es como tres magistrados del Tribunal Constitucional pueden sentirse muy cómodos dejándose fotografiar en la plaza de toros de la Maestranza de Sevilla en medio de la que les está cayendo, faltaba más.
Kepa Aulestia, LA VANGUARDIA, 4/5/2010