Fabián Laespada-El Correo
- Todos debemos ser capaces de decir que la violencia padecida no debió suceder
Al parecer, estos días celebramos el quinto aniversario de la disolución de la banda armada ETA, autora de más de 850 asesinatos, 80 secuestros y miles de heridos, miles de extorsionados y perseguidos. Es difícil creer que esta banda, que utilizó la violencia y el consiguiente terror social, pueda suscitar simpatías entre un número nada desdeñable de personas en nuestro pequeño país. Paseando por Bilbao me encuentro con una pintada que tiene ya varios años a sus espaldas y en la que ensalzan el valor y honor de dos etarras muertos cuando les explotó la mochila de 15 kilos de dinamita con la que preparaban un atentado inminente. A nadie se le ocurre borrar esa pintada, especialmente la frase que reza en euskara: «Zuengatik gara» (Por vosotros, somos).
En el paisaje urbano -y en el rural especialmente-, como si fueran decoraciones oficiales, cientos de grafitis con épica e imaginería bélica continúan atacando la dignidad no solo de miles de personas que sufrieron en sus propias carnes la crueldad y la soledad de la violencia, sino también de otros muchos ciudadanos que, no siendo víctimas en el sentido estricto y directo del término, nos sentimos muy cerca de ellas y percibimos que, cuando las atacaron, de alguna manera nos atacaron a todos.
En estos tiempos en los que una izquierda abertzale -desentendida ahora de su pasado de cómplice necesario para con la violencia- no acaba de recorrer su propio tránsito al juego democrático, parece que todos queremos convivir en armonía, respeto, tolerancia y libertad. Para ello, muchos creemos que resulta imprescindible sincerarnos y contarnos la verdad, la verdad de cada cual, lo vivido, lo que cada cual erigió, actuó, cometió y ocultó. El hecho de que prácticamente casi todo esté prescrito nos lleva a prescindir de una justicia retributiva ‘stricto sensu’ y, al menos, nos ofrece la posibilidad de una justicia restaurativa, pero sobre todo restauradora.
No obstante, dos condiciones han de cumplirse para esa convivencia sólida: la verdad de quiénes y qué hicieron contada en los diferentes juzgados y -para mí, los más necesario- una actitud sincera del inmenso error cometido ante sus víctimas, y un relato capaz de reconciliar a quienes más daño hicieron con el resto de la sociedad; es decir, una lectura crítica de los hechos, una versión que no devolverá la vida a nadie, pero que al menos no seguirá infectando la herida de las víctimas.
Es complicado, mucho. Pero hemos de dar un paso que nos ponga de frente ante la violencia padecida y seamos capaces de decir, todos, que aquello fue un error y no debió suceder por lo injusto que resultó y por el daño infligido a tantas personas inocentes. Especialmente, quienes decidieron hacer un uso intensivo del asesinato y la extorsión han de recorrer el camino que les acerque a la sociedad vasca pacificada y dispuesta a convivir. Ese paso sería altamente restaurador. Muchos creemos que es un mínimo perfectamente exigible.
Al Estado también le hemos de mirar de frente y pedir explicaciones y la verdad sobre algunas actuaciones policiales desmedidas y ajenas a los procedimientos de actuaciones proporcionadas. Cualquiera, si realmente quiere hacerlo, puede ponerse en la piel de un miembro de las fuerzas de seguridad del Estado y retrotraerse varias décadas; el miedo a ser tiroteado o bombardeado, la sensación de aislamiento y desprecio social, el continuo ocultamiento para que nadie supiera la profesión de cada cual… provocaban altos grados de tensión añadida ante, pongamos por caso, una emboscada para detener a un comando de ETA. Pero no es justificación para un asesinato, en cualquier caso.
Lo que sucedió, por ejemplo, en la bahía de Pasaia en 1984 y que se cerró con una muy deficitaria investigación oficial ha de aclararse definitivamente, ya que los informes forenses y testimonios apuntan a una «ejecución extrajudicial». Ahora que se ha reabierto el caso, desde el Ministerio de Interior deberían aportar datos, pruebas y certezas que ayuden a cerrar una herida muy dolorosa y muy negativa sobre el funcionamiento del Estado de Derecho. Dos personas, al parecer, fueron fusiladas cuando estaban desarmadas y detenidas. Gravísimo e inaceptable. El Gobierno central puede y debe actuar con decisión. La verdad de los hechos.
Hoy se cumplen 40 años de un atentado que sacudió la conciencia de una buena parte de la sociedad vasca y de la bilbaína en particular. En un garaje del Karmelo, en Santutxu, Julio Segarra fue amordazado para ser secuestrado; en el momento del forcejeo para introducirlo en el vehículo, aparecieron por la puerta del garaje Pedro Barquero y su mujer Lola Ledo, embarazada. Pedro y Julio compartían garaje y profesión. Trabajaban en el cuartel de Basauri. Lola era profesora de EGB en el colegio Zumalakarregi. Los tres resultaron tiroteados por los miembros del ‘comando Vizcaya’, que desplegaron la habitual crueldad de una banda criminal. Como decía con acierto la periodista Lorena Gil, ETA era esto.
¿Nos quedamos con los hechos y ya está? ¿O reconocemos los errores convertidos en horror que jamás debimos admitir, deslegitimamos ese pasado violento y pedimos perdón o lo que sea capaz cada cual de pergeñar en su mente y boca y se lo decimos a quien sufrió injustamente?