DAVID ORTEGA – EL MUNDO – 21/06/16
· El autor destaca lo mucho que nos jugamos los españoles en las urnas el 26-J. Cree que se equivoca el Partido Popular cuando no acomete su necesaria renovación. Pero alerta del populismo peligroso de Podemos.
Creo que no exagero si afirmo que el 26-J puede cambiar la historia de nuestras vidas. Sería terrible no ser conscientes del momento decisivo que vivimos. La democracia y la elección de nuestros gobernantes es cosa muy seria y, como todo lo que es importante, conviene no equivocarse. El 26-J elegiremos en las urnas principalmente entre tres alternativas: continuismo, reforma o ruptura. Mírese por donde se mire, no hay más. Ésta es la realidad y no es muy sensato estar fuera de ella.
Evidentemente, el continuismo lo representa el Partido Popular de Rajoy. El debate a cuatro del lunes 13 no dejó lugar a dudas. Rajoy fue muy claro, en eso no engañó a nadie: «hay que continuar con lo realizado hasta ahora». Yo no vi rectificaciones ni cambios importantes en su política. Sinceramente, creo que se equivoca. Puede estar bien como estrategia electoral a corto plazo, pero el PP tiene dos serios problemas que más temprano que tarde tendrán que afrontar. El primero, una lucha radical y decidida contra la corrupción. El segundo, una importante renovación y regeneración del partido.
Si somos serios y responsables, y el momento histórico lo precisa, España necesita un Partido Popular moderno, renovado y limpio. Seguir viendo en el PP a Rajoy, Montoro, Aguirre, Barberá, Villalobos, Arenas, etcétera, no parece que sea lo mejor para España y para el propio PP. En la vida, y especialmente en política, hay que saber irse, no se puede estar más de tres décadas en puestos de responsabilidad política. No parece muy sano, ni democrático. La renovación en esta formación es un caso de urgencia nacional. Es hoy el principal partido de España y tiene que dejar paso a savia nueva. Y, en segundo lugar, el tema de la corrupción. Simplemente está destrozando al partido, a su credibilidad, a sus propias bases y votantes. Hay que hacer catarsis, hay que extirpar el cáncer; en caso contrario, el partido se irá apagando poco a poco. Me imagino que no será fácil, pero mirar para otro lado no soluciona las cosas.
Por último, respecto del continuismo, Rajoy puede tener alguna razón en materia económica. Es verdad que ya no hablamos del rescate o de la prima de riesgo y se genera empleo –aunque de ínfima calidad– pero la gestión a nivel social de la crisis ha sido nefasta. Por no hablar del principal problema de este país –tanto con los gobiernos del PP como con los del PSOE– y que hay que tomarse verdaderamente en serio: la contratación pública. Los despilfarros y sobrecostes castigan año a año la economía nacional en un porcentaje cercano al 5% del PIB, según la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia. Una absoluta barbaridad. Si en esta materia avanzamos de verdad, junto con la persecución eficaz del fraude fiscal de los que más ganan, nuestras finanzas mejoran considerablemente y, con ello, nuestra propia calidad de vida.
Quien representa la ruptura es también muy claro: Podemos. Como tal formación, no tiene más de tres años de vida. Su tarjeta de presentación en la política española fue en las elecciones europeas de mayo de 2014. Y su conquista del poder, especialmente municipal –Madrid y Barcelona– se dio hace apenas un año. Sin embargo, en nuestra querida España moderna y democrática, este partido/bebé, del que realmente no sabemos mucho y que poco o nada ha demostrado, puede decidir y tal vez gobernar España. Podemos no es una opción seria ni responsable. Está aprovechando muy hábilmente las frivolidades e irresponsabilidades de estos últimos años del PP y del PSOE. Así, la mala gestión social de la crisis y la corrupción del adversario, son los dos corazones que hacen latir a Podemos, junto a un márketing emocional que, lamentablemente, cala en el pueblo español más castigado.
Estos señores que a lo mejor nos gobiernan, me acaban de enviar una carta –en la que en teoría se me presentan como posibles gobernantes de España–, donde me hablan por dos veces de Espinete y de una niña que llora ¿¿??, que extraña a papá y a mamá, de ternura, de conmover… Me cansa enormemente la manipulación de cualquier tipo, pero especialmente la de las emociones. En esa misma carta se habla del cambio y la ilusión que en España se produjo en 1982. Pero no se nos dice que lo trajo el PSOE de Felipe González, al que Pablo Iglesias, en su primera intervención en el Congreso, le espetó, a través de Pedro Sánchez, que tiene el pasado manchado de «cal viva». Y este posible partido de Gobierno se despide como si fuera mi novia, con un corazón con la palabra Esperanza abajo, más márketing emocional, como el bebé de Bescansa en el Hemiciclo o el famoso beso a Domènech.
España hoy necesita algo más que un partido recién creado que práctica un magnífico márketing político, pero que en el fondo supone un populismo más de los muchos que se dan en Europa –de extrema izquierda en el sur y de extrema derecha en el centro y norte– que busca la conquista del poder poniéndose la careta necesaria en cada momento: rodear el Congreso donde está la casta o ser la nueva socialdemocracia del Hemiciclo.
En los momentos importantes hacen falta templanza, fortaleza y mucha claridad de ideas. Para España el continuismo es casi tan perjudicial como la ruptura, que es volver a la peor de nuestras tradiciones políticas: el radicalismo y la exclusión. España siempre ha ganado cuando ha apostado por la moderación y el centro político, y el tren de nuestra historia ha descarriado cuando se tiende al radicalismo, a empezar de cero, a la política de exclusión, de bloques y de enfrentamiento. Es preocupante lo rápido que olvida el pueblo español su historia contemporánea.
Creo que la lección histórica de que nos va mejor con la moderación y el consenso en las grandes cuestiones de Estado que volviendo a aventuras radicales y gaseosas, la debiéramos de haber aprendido ya. La política de enfrentar a las dos Españas, de volver a los dos grandes bloques excluyentes, siempre nos ha dado pésimos resultados. Es verdad que la crisis ha deteriorado nuestra vida social, política e institucional, pero es vital distinguir un mal uso de las instituciones de unas malas instituciones. Aquí está mi total discrepancia con Podemos y éste creo que es su principal peligro, que vengan a cambiar nuestro Estado social y democrático de Derecho (art. 1.1 de la Constitución). Sería una verdadera locura cambiar unas estructuras de las que sí, se ha abusado o se ha hecho un mal uso de ellas, pero, a pesar de todo, las democracias europeas son de largo las mejores instituciones políticas del planeta, por si alguien lo había olvidado.
Tenemos que mantener lo que ha funcionado, aunque se haya maltratado. Son dos cosas bien distintas. Debemos mantener nuestro sistema democrático representativo y participativo, con personas preparadas y honestas: la regeneración desde la sensatez y la responsabilidad, sin rupturas ni radicalismos –el régimen asambleario que desconfía de las instituciones democráticas que tanto nos ha costado conquistar en nuestra joven democracia, me parece un suicidio político–. Nuestra democracia precisa de una profunda reforma e impulso, pero manteniendo el sistema político diseñado en la Constitución de 1978.
No vayamos a tirar por la ventana lo que hemos tardado dos siglos en conseguir. Las reformas tienen que hacerlas aquellos partidos políticos que sepan primero dialogar, después ceder y, por último, acordar lo importante y prioritario para el conjunto de 47 millones de españoles, no de una u otra parte de España. El 26-J está en juego España como un Estado social y democrático de Derecho, dentro del marco de la Constitución de 1978. Es muy importante que nadie se engañe, ni se despiste. Cuidado con los cantos de sirena. Esperemos que el pueblo español esté a la altura del reto y vote con conocimiento y responsabilidad.
David Ortega es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Rey Juan Carlos.