José Ignacio Wert Moreno-El Español
  • En Santaolalla, lo que yo percibo es el aspaviento sustituyendo a la profundidad y el recitado del argumentario intentando pasar por idea original.

Hace veinticinco años que se emitió en España la primera edición de Gran Hermano. Todo ese tiempo transcurrido explica un fenómeno producido entre los participantes de los realities.

De aquellos variopintos especímenes que experimentaban con hacer un espectáculo sobre su cotidianidad encerrados entre cámaras fuimos poco a poco yendo hacia una suerte de profesionalización que ha desembocado en el retrato-robot actual del concursante: un joven que se ha pasado su infancia y adolescencia viendo esos mismos programas de los que ahora quiere formar parte.

Ni deportista ni astronauta. El índice del niño embelesado ante una pantalla se dirigía hacia, pongamos, Rafa Mora.

Ahora estamos empezando a ver esto mismo reproducido en las tertulias políticas. Muy raras de ver sistematizadas en las parrillas españolas, María Teresa Campos fue pionera en institucionalizarlas.

Hoy no quedan apenas programas en directo que no descansen sobre una mesa de análisis. Esto se explica fundamentalmente por dos motivos.

Para el primero tenemos que remontarnos a la crisis de 2008, que encontró pomada televisiva en un formato de costes bastante ajustados.

El segundo tiene su razón de ser en la competencia con las plataformas. Frente al producto enlatado, siempre de buena factura técnica, que ofrecen estas grandes compañías, las cadenas lineales tienen que recurrir a su gran elemento diferenciador: la posibilidad de contar (y comentar) lo que sucede en tiempo real.

Hoy día observamos cómo también empiezan a aparecer por las tertulias personas que despertaron a la política a través de ellas. Expresar opinión en teles y radios no es ahora la culminación a un trabajo en paralelo siguiendo el devenir de los partidos o estudiando a la sociedad española.

Es un objetivo profesional en sí mismo.

Sarah Santaolalla es el ejemplo paradigmático. No encuentro referencias a su fecha de nacimiento. Pero, año arriba, año abajo, debe andar en el entorno de ese 2000 en el que nos entregamos a Gran Hermano. No parece un hecho fruto de la mera serendipia.

Casi escupo el café cuando he leído el panegírico que le ha dedicado Cristian Campos en estas páginas de opinión que dirige.

Campos utiliza a la nueva estrella de la opinión retransmitida para ajustar cuentas con ciertas negritas de la intelectualidad exquisita. A Santaolalla se la reviste con unas cualidades que la dibujan como una resistente frente al sistema, cuando no es más que un producto no demasiado sofisticado del mismo.

Por deformación profesional, mi visión sobre los nuevos aspirantes a tertuliano me asemeja a esos planos subjetivos de Robocop o Terminator, en los que se escanean a toda velocidad las características del sujeto que se tiene delante.

En Santaolalla, lo que percibo es el aspaviento sustituyendo a la profundidad, el recitado del argumentario intentando pasar por idea original y la mueca irrespetuosa como común denominador del plano de escucha al interviniente contrario.

Aún así, Cristian Campos tiene razón en algunas cosas. En televisión manda la audiencia y, al margen de lo que pensemos sobre la solidez de sus deposiciones intelectuales, podemos comprender que Santaolalla funcione. Sus defectos como contribuidora al debate intelectual (simpleza, hiperventilación, falta de respeto por las argumentaciones ajenas) pueden atraer al zapeador, movido las más de las veces por instintos puramente viscerales.

Yo mismo no descarto llamarla si en algún momento necesito configurar una mesa bajo la exigencia de conseguir un porcentaje de audiencia alto.

Pero Santaolalla no ha acaparado los focos del final de agosto por su figura intrínseca. Lo ha hecho por estas dos declaraciones, separadas por apenas unas horas, pronunciadas en dos programas diferentes de la televisión pública del Estado:

“Porque hay que ser muy idiota o tener muy poca información, para seguir creyéndote al Partido Popular y a Vox”.

“Y estos decían que iban a arreglar España. Si es que primero tienen que arreglar su comité, su partido y sus filas. Son inútiles mentales y laborales”.

Estos entrecomillados no encajan en ninguna categoría del análisis político. Son insultos que sólo se pueden catalogar como desahogo de barra de bar. Era lógico que el PP dijera algo, dada la titularidad del medio en el que fueron pronunciadas (que sepamos, Génova no ha protestado sobre la presencia de la tertuliana en las cadenas privadas).

Lo ha dicho el periodista Rubén Arranz. En otro tiempo, lo que hubiera pasado a continuación hubiese sido una petición de perdón por calentamiento de boca. Como era de esperar en 2025, la trompetería oficialista ha revertido la situación para el victimismo propio.

El PP tampoco podía perder la ocasión de colgarse otra medalla olímpica de tiro en el pie. Con un filete jugoso en el plato, ha salido a la palestra el más histriónico e hiperbólico de sus dirigentes para entretenerse con las patatas fritas y apuntalar la clase de idea (improcedente) que necesitaba ese victimismo. Era tan fácil como limitarse a repetir los entrecomillados.

Como representante político, Jaime de los Santos juega en la misma liga que los opinadores y concursantes de realities surgidos al calor de la España Gran Hermano.

David Jiménez Torres salta como un resorte cada vez que alguien evoca con nostalgia el PSOE de Felipe González. Ni él podrá negar que se produce un retroceso cuando la figura del intelectual orgánico pasa de Javier Pradera a Santaolalla y en la sala de máquinas de Moncloa cambiamos a Julio Feo por el fugaz Idafe Martín.

Pero nada, oye. Que ahora resulta, según Cristian Campos, que la de Salamanca es una Juana de Arco del análisis político en lucha contra los jesuitas de la opinión publicada.

Ahora vas y la publicas.