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Todos sabemos que con alguna frecuencia y de forma repentina, se desencadena lo atroz y terrible. Son los desastres naturales. Pero hay extraordinarios daños producidos por seres humanos y a los que no nos debemos nunca acostumbrar. Son evitables y son consecuencia de la indiferencia por los dolores ajenos, y por permitirse cualquier medio para conseguir lo que se quiere.

La Segunda Guerra Mundial comenzó con una invasión, una guerra no declarada que se fue expandiendo brutalmente. Al activarse una conflagración bélica, se ignora que se superponen múltiples conflictos sociales e individuales, a menudo confusos. Que nadie sea ‘bueno del todo’ no impide que haya víctimas y verdugos. Y que la decencia nos lleve a estar con las víctimas. Hoy día, la invasión de Ucrania evidencia la necesidad de modificar el sistema de seguridad europeo. ¿Sería posible abandonar la OTAN, sufragada en un 70 por ciento por los Estados Unidos, y formar un ejército de la Unión Europea? No lo sé, ojalá, pero un amigo competente en la materia me dice que acaso nuestros nietos puedan verlo, pero no nosotros.

En su libro Contra Hitler y Stalin (Alianza), el historiador José María Faraldo habla de la resistencia moderna como un producto de la extensión de la guerra a la sociedad entera, de la guerra total como objetivo y medio. Él se detiene en la resistencia organizada, que define como acto consciente que busca objetivos políticos y con carácter militar: entre la oposición a las dictaduras propias y el combate contra la ocupación ajena. Una historia que baila entre el mito y la distorsión.

En todo caso, quien apueste por el civismo, la democracia y el Estado de Derecho no puede por menos que rechazar cualquier dictadura, con independencia de las consignas que emita. Resulta significativo, explica Faraldo, que los totalitarios de entreguerras –ya fueran comunistas, fascistas o ultranacionalistas- cuando actuaban como resistencia, acudían a un lenguaje de liberalismo individualista: no sólo por la patria o por el proletariado, también por el individuo. En este texto se da cuenta detallada de la gran diversidad entre sí de los grupos de resistencia.

Hay que saber que la URSS se reservó el Báltico y Finlandia en su pacto con los nazis. La ocupación de los países bálticos fue seguida de un rápido proceso de sovietización, en el que se disolvieron organizaciones de todo tipo y se activó una decidida ingeniería social. En junio de 1941, decenas de miles de personas fueron sacadas de Lituania y desplazadas hacia los Urales, Kazajistán y Siberia. Por su parte, tras considerar Luxemburgo como territorio ‘originariamente alemán’ (Ur-deutsch), los nazis deportaron hacia el este a miles y miles de sus habitantes y los ‘sustituyeron’ por alemanes del Tirol meridional. Faraldo, traductor del ruso y del polaco, subraya que la presión social de los soviéticos fue aún mayor que la de los nazis. ¿Por qué?, porque “al contrario que los invasores alemanes, la distinción entre indígenas y soviéticos, entre resistentes y colaboracionistas era mucho más difícil de hacer. Cualquiera podía ser un enemigo”.

Con respecto a la Resistencia francesa, se calcula que estuvo compuesta por medio millón de personas: “Hay que reconocer que en un país que contaba por entonces con unos cuarenta millones de habitantes, la Resistencia no fue un fenómeno de masas”. La mayoría de los franceses estaban desolados y desmoralizados, de modo que la mera idea de resistir era una locura para ellos, sin ninguna posibilidad de salir adelante.

El destino probable de todo resistente era ser detenido, torturado, fusilado. Jean Moulin, un antiguo prefecto, fue uno de los principales héroes de la Resistencia francesa. Recibió en Londres instrucciones del general De Gaulle y logró reunir a los numerosos grupos de la resistencia, de muy distintas ideologías, en una sola y fuerte organización: el Conseil National de la Résistance (CNR). Capturado por la Gestapo en junio de 1943, fue asesinado tras ser torturado salvajemente y no revelar nada de lo que se le exigía.

Muerte y violencia acompañaron siempre a las Resistencias. Adolf Liebeskind, uno de los líderes de la Resistencia judía en Cracovia, afirmó con toda convicción: “No hay vuelta atrás en nuestro camino. Seguimos la senda de la muerte”. Esta insólita afición me lleva a conectar con el general gallego Millán-Astray y su desgarrado ¡Viva la muerte!, la de los otros y la propia. La nada, la sinrazón.

Hay que estar siempre preparados y dispuestos contra todo lo que se presenta como supuestamente imparable y nos instala en la barbarie de la fuerza bruta.