Miquel Escudero-El Correo

  • El periodismo tiene un papel que ejecutar: el de promocionar una opinión pública desacomplejada al emitir ideas razonadas

Mike Godwin, un abogado texano que ha sido asesor de distintas fundaciones, formuló hace unos treinta años un enunciado que le ha dado nombre. Observó que en las incipientes polémicas en línea (a partir de internet) se recurría por vicio a sacar a colación a Hitler y sus secuaces, de este modo se hacía imposible debatir de forma clara y concreta. Tocada esta fibra, la invocación del mal absoluto, todo se paraliza o queda radicalmente deformado por el enojo y la ira. Con la mención de esta imbatible emoción se activa una hernia mental, se toca un nervio que desquicia nuestras palabras y nuestro semblante.

La llamada ‘ley de Godwin’ viene a decir que «a medida que una discusión se alarga, la probabilidad de que aparezca una comparación en la que se mencione a Hitler o a los nazis tiende a uno», está casi asegurada. Con el mismo objetivo de salirse por la tangente y poner punto final a un debate de ideas, hoy se cita más que nunca a Franco y la ultraderecha (lo que paradójica y lamentablemente, la hace crecer); en otros ámbitos, se descalifica por sistema con los términos marxista y extrema izquierda, y ya no hay nada más que decir; no digamos la muletilla política ‘neoliberal’ como encarnación del capitalismo salvaje.

Se trata, pues, de una táctica para dejar de argumentar y desviarse de la cuestión de fondo. Que su eficacia sea alta es señal de un nivel democrático bajo, precisamente por su carencia liberal. Julián Marías definió el carácter liberal como el de quien no está seguro de lo que no puede estarlo; y que, por tanto, sabe dudar.

En su último ensayo ‘El gran apagón’ (Galaxia Gutenberg), el profesor Manuel Cruz refiere con preocupación «la creciente tendencia a defender las propias posiciones con el argumento, no tanto de que se tiene razón (prácticamente abandonada), como de que se está ‘en el lado de los buenos’». Quien presidió el Senado aborda el eclipse de la razón en el mundo actual. El quid de la cuestión es que ‘el lado de los buenos’ esté dictado por la fuerza de una organización con medios y se declare exento del uso de la razón, que es una facultad insustituible. Cuando ésta se desprecia, desbarrar o contradecirse sale gratis. Y se tiene ‘razón porque sí’. De este modo, no es posible dialogar y todo lo que cada uno diga o haga está ‘justificado’, siempre que esté con los buenos.

Mineralizados o cosificados, muchos de nosotros no admitimos que nadie pueda hacernos cambiar de idea o convencernos de nada. Polarizados por las conveniencias y las emociones, nos ponemos de uñas con una hostilidad automática, sintiéndonos de forma pueril superiores a los ‘otros’, que son la peste. Desde esta postura falsa e insensata, todo es posible y todo está permitido: ser altivo y desdeñoso, acaso repartiendo sonrisas despectivas, siempre sectario o insultante, siempre injusto. Todo gira así en forma binaria, adhesiones o repulsiones extremas, incapaces de una reflexión pertinente.

Claro está que ese es el camino del odio y la insidia, también de la toxicidad. ¿Somos coherentes si nos preocupa seguir una dieta alimenticia sana y, a la vez, nos importa una higa que nuestra dieta intelectual sea pura basura?

A la entrada de la sede de la BBC en Londres hay, o había, una estatua de George Orwell -el autor de ‘1984’ y ‘Rebelión en la granja’- con la leyenda: «Si algo significa la libertad, es el derecho a decirles a los demás lo que no quieren oír». Me parecen unas palabras apropiadas y merecedoras de que todo el mundo las tenga presentes. No nos podemos permitir la renuncia a la ejemplaridad: nadie, comenzando por las autoridades, desde el Rey hasta el último mono. El honor es «la última riqueza del pobre», escribió Albert Camus, y tiene entre sus ingredientes la compasión y la nobleza, el sentido hondo de la propia dignidad.

Si somos reacios a modificar nuestras ideas, es imposible aprender lo que vale la pena, ni avanzar, por tanto, en el saber que posibilita transformar a mejor. En ‘El gran apagón’, Manuel Cruz deplora que cualquier ciudadano se crea autosuficiente para entender la realidad con sus solos criterios, regidos por la pasión y por un cuestionable ‘sentido común’. No se pierde el marchamo de nuestras vivencias personales por aprovechar con inteligencia lo mejor de los demás, esté donde esté y venga de donde venga.

El periodismo tiene un papel que ejecutar: el de promocionar una opinión pública bien informada, ecuánime, desacomplejada al emitir ideas independientes y razonadas. Libre, pues, del lastre de las etiquetas. Una de éstas es la rígida y fulminante distinción de izquierdas y derechas; como dijo Ortega, ambas son dos de las infinitas maneras que se pueden elegir para ser un imbécil, «formas de hemiplejía moral» que son contagiosas y retrógradas. Hay que relativizarlas y valorar ante todo el compromiso con la verdad y el apoyo, sin paternalismos, a los débiles.