DESDE HACE unos pocos años se ha ido instalando entre parte de la ciudadanía la idea de la Unión Europea como una frustración política: en artículos de opinión, en tertulias televisivas, en conversaciones cotidianas se oyen voces que presagian un cataclismo inminente. El asunto no es baladí, pues ha ido creando un estado psicológico de derrotismo moral y claudicación cívica un tanto irresponsable. Salvando las distancias que imponen los tiempos históricos, la situación recuerda a la que vivió España a finales del siglo XIX.
Entonces, la pérdida de las últimas colonias sacudió al país en sus entrañas. Parte de las élites intelectuales españolas se aprestaron a buscar las causas de lo que se diagnosticó como un fracaso histórico. En las plumas de la llamada Generación del 98 se fueron pergeñando un lenguaje, unas metáforas y unas imágenes que describían un país atrasado, históricamente incapaz, paladinamente perdedor. Una maldición de la que existía, pues, difícil escapatoria.
Expresando sus ideas en columnas periodísticas redondas, en ensayos de prosa acerada y en expresiones refulgentes, los intelectuales noventayochistas lograron insuflar entre las clases educadas del país un sentimiento de abatimiento, una conciencia de fiasco y una sensación de infortunio del que costaría muchas décadas salir. Sin duda alguna, muchos de los problemas diagnosticados eran innegables. Pero también lo eran los logros que la sociedad española del momento estaba experimentando y que pasaban desapercibidos en aquellos desesperanzados análisis sobre el metafísico ser español. La industrialización hacía sus pinitos, se producían mejoras sustanciales en las comunicaciones, la economía crecía lentamente…
Hoy en día, los agoreros del proceso europeo carecen, ay, de la pluma de la que hacían gala los escritores hispanos de hace un siglo. Pero, por lo demás, las similitudes son muchas: tanto en el gesto adusto como en la voluntad de no percibir lo positivo. No obstante, tales actitudes no resultan ni convincentes desde el punto de vista analítico, pues hurtan a la consideración sosegada muchos otros elementos menos tenebrosos de la realidad; ni tampoco reconfortantes desde el punto de vista cívico, toda vez que impelen a la población a una indolencia y pasividad política poco acordes con la necesidad de superar los desafíos a los que en verdad nos enfrentamos. Es hora de preguntarnos: ¿nos hallamos realmente ante una Unión Europea con trazas ya de escombrera política y abatida de malandanzas?
Recordemos en este sentido lo que algunos de esos agoreros nos vaticinaban con mohín jeremíaco hace escasamente unos meses. Se nos advertía de que la extrema derecha austríaca alcanzaría la máxima magistratura del país; que acto seguido los holandeses votarían masivamente por Geert Wilders; que todo ello no sería nada comparado con la victoria de Marine Le Pen en las elecciones francesas. Finalmente, los más lanzados oteaban el horizonte encapotado de las elecciones alemanas de otoño, donde el partido Alternativa para Alemania convertiría el país central de la Unión en un polvorín antieuropeísta. El crescendo dramático era ciertamente digno de una buena novela policíaca.
Y sin embargo: los meses, con su habitual parsimonia, van pasando y los vaticinios, con su usual caducidad, se van desvaneciendo. En Austria, Alexander van der Bellen, aguerrido europeísta, alcanzó la Presidencia, mientras el partido de su contrincante va perdiendo apoyos para las elecciones de otoño. En Holanda, Wilders quedó lejos del primer partido y más aún de formar Gobierno. El Elíseo es el nuevo domicilio de Emmanuel Macron, quien logró allegar dos tercios de los votos de los franceses enarbolando a pecho descubierto la bandera de la Europa unida. Y, en Alemania, el partido antieuropeísta merodea en las encuestas por debajo del 10% e incluso peligra su entrada en el Parlamento.
Y no nos olvidemos de la Europa del Este. En buena parte de los países orientales la idea de la UE está sirviendo de galvanizador en las últimas protestas contra gobiernos ora corruptos, ora con veleidades autoritarias, a veces con las dos características a la vez. En Rumanía, en Bulgaria o en Polonia, miles de ciudadanos están llenando las calles para manifestar su rechazo a oscuros –¿o demasiado claros?– casos de corrupción, a nefandas componendas nepotistas o a ucases disfrazados de leyes que conculcan principios elementales de la separación de poderes. Pues bien, en esas protestas los ciudadanos rumanos, búlgaros o polacos enarbolan como símbolo de sus esperanzas una bandera ataviada con estrellas doradas sobre un fondo azul.
Pertenece al legado de la historia de la Unión Europea el haber salvado muchas de sus crisis –Europa, no lo olvidemos, es una crisis crónica– por su fortaleza frente a los infortunios. Hoy, la salida refrendada por el pueblo del Reino Unido de la Unión Europea es uno de esos infortunios que, sin embargo, están ayudando a cerrar grietas entre los Estados miembros y a perfilar las posiciones –en los terrenos político y económico– de las instituciones comunitarias. Así, por ejemplo, ya los isleños desleales admiten la importancia que para Europa tienen las libertades básicas consignadas en sus Tratados y de las que ellos no podrán hacer mangas y capirotes como también que, en las jornadas venideras, se abordarán primero las condiciones para salir del club, entre las que figura el pequeño detalle de la fijación del finiquito en función de unos componentes y unos compromisos adquiridos estudiados por los expertos y puestos sobre la mesa de la negociación.
Además, la salida de Londres ha de verse como un logro positivo para avanzar en proyectos relevantes que han sido sistemáticamente entorpercidos por aquel país. Y si de paso corregimos algunos de los regalitos envenenados que nos dejaron en políticas concretas, pues miel sobre hojuelas.
EN EL SENO de las instituciones europeas, en concreto en el Parlamento, se ha aprobado por los diputados un importante Informe (16 de febrero de 2017) donde se matizan los ajustes que son necesarios introducir en «la configuración institucional de la Unión»: concentración del poder ejecutivo en la Comisión, ministro de Hacienda, Tesoro Europeo, nueva orientación al Mecanismo Europeo de Estabilidad, avance en la unión bancaria y del mercado de capitales, de la energía, reformas en la zona euro, lucha contra el fraude fiscal… Son las páginas de este Informe imprescindible un prontuario exhaustivo de los problemas y además una valiente y precisa descripción de las fórmulas concretas para solucionarlos.
En fin, otro elemento que va a ayudar a la cohesión europea es la práctica de la bravuconada irresponsable por parte del presidente de los Estados Unidos. Por ello, la señora Merkel nos ha advertido que es mejor aprender de una vez por todas que ya no podemos fiarnos de nuestros aliados.
Nadie duda de que los problemas son espesos y enredados, que a veces avanzamos y a veces retrocedemos y siempre nos desesperamos. Pero la paz que se vive entre los pueblos que componen la Unión Europea no debe hacernos olvidar que tenemos una guerra a la que acudir: la que debemos declarar al lloriqueo y a las descalificaciones, a menudo hijas de la ignorancia, y casi siempre de trazo grueso. Al campo de batalla habremos de ir pertrechados con una energía extraída del anhelo y de la insatisfacción.
Francisco Sosa Wagner es catedrático e Igor Sosa Mayor es doctor por el Instituto Europeo de Florencia y por la Universidad de Erlangen (Alemania) y, actualmente, investigador en la Universidad de Valladolid.