Gustavo Bueno ha defendido en numerosas ocasiones (acaba de ser reeditado su libro España no es un mito, publicado como volumen 4 de sus obras completas) que la nación política procede, no de la nación étnica previa (como si esta tuviera por sí misma significado político), sino del Antiguo Régimen a partir de su transformación revolucionaria.
Es decir, es el Estado el que conforma la Nación, dándole contenido político, y no al revés. Precisamente, la idea de que es la nación la que produce el Estado (y con él su atributo soberano característico: hacer leyes, hacerlas cumplir, juzgar a quien no las cumpla, imponer impuestos, firmar tratados) es el núcleo del nacionalismo.
Durante el Antiguo Régimen, los reinos, con el rey soberano a la cabeza, tenían capacidad para conducir políticamente a grupos humanos diversos nacionalmente y que, por la propia acción ordenadora de los reyes, se iban mezclando, aglutinando y homogeneizando étnicamente.
La nación española surge en la Baja Edad Media como consecuencia de la acción de distintos reinos que, en lucha secular con el islam, van llevando a poblaciones nacionalmente diversas a una frontera común. Frontera donde se mezclan (connubium y convivium), adquiriendo una nueva naturaleza nacional, la de españoles, que integra esas gentilidades de procedencia diversa. Gentilidades que quedan diluidas en el nuevo grupo nacional (gallegos, vascos, asturianos, catalanes, montañeses, castellanos: todos españoles).
Durante este período, anterior a las revoluciones del siglo XIX, las naciones están conducidas políticamente por un príncipe/rey y su camarilla, siendo así que los territorios son concebidos como señoríos. Como ámbito en el que el rey pone orden.
Las decisiones políticas son tomadas en unas camarillas de radio más o menos amplio y cuyos miembros son extraídos de grupos sociales bastante cerrados (clero y nobleza).
Pero las camarillas tienen que contar, por supuesto, con la aquiescencia de los gobernados, representados en distintas instituciones y a las que los reyes consultaban. Una aquiescencia que no siempre se daba (las rebeliones y sediciones durante el Antiguo Régimen son muy numerosas).
La corte o la cancillería real es, en todo caso, un grupo selecto de individuos escogidos por el rey o por sus secretarios. Y es en ese ámbito cancilleresco en el que se toman (prudente o imprudentemente) las decisiones políticas.
La revolución (de 1789, de 1812, etcétera) produce una transformación por la que esas camarillas, núcleo del ámbito de toma de decisiones políticas, ya no se forman por decisión real, sino que se forman a partir de una decisión “nacional”. Ahora es la nación, a través del sufragio (que se va sucesivamente ampliando), quien escoge esa camarilla.
Son cámaras o asambleas representativas de la nación. Nación que pasa, así, a convertirse en sujeto soberano (frente al rey). De esta manera, la nación cobra sentido político. Pero porque es en el seno del Estado donde se produce la transformación: la asamblea, convocada y elegida por el rey durante el Antiguo Régimen, pasa ahora a ser constituida por sufragio. A través de él, la nación participa de la constitución de la asamblea, que escoge a sus miembros. Ya no lo hace el rey, cuyo papel queda (si es que persiste) subordinado a la asamblea.
La cuestión es que es esta transformación política del Estado la que otorga a la nación ese nuevo sentido, y no que la nación lo tuviera de suyo. Y es esta transformación revolucionaria la que permite a la nación la adquisición de los derechos políticos. De tal modo que, bien por el hecho de nacer o por el de nacionalizarse (o naturalizarse), el nacional adquiere la condición de ciudadano en pie de igualdad con cualquier otro (lo que el propio Bueno llamó holización).
Es decir, es la pertenencia a la nación lo que otorga la plenitud ciudadana de derechos. Una pertenencia que, con total independencia de la condición social, étnica, religiosa o de renta iguala a todos los miembros de esa sociedad política, rompiendo así con las vías estrechas estamentales de adquisición de derechos.
La nación en su sentido revolucionario es un concepto político, y no étnico ni cultural, que hace de todo miembro de la sociedad política un cualquiera que participa de la soberanía como cualquier otro. La ciudadanía es simple: no admite diversidad. En España, nuestro carácter de españoles nos iguala a todos. Da igual nuestra naturaleza étnica, religiosa o social.