ARCADI ESPADA-EL MUNDO

El nuevo Congreso tiene casi 100 diputados de alguna clase de narcisismo, sea de Teruel o sea el autoritario de Vox. El independentismo catalán fracasó, pero el país es hoy inhabitable

El nacionalismo devasta España. El independentismo catalán fracasó en su intento de golpe de Estado. Pero ha contribuido decisivamente a hacer de España un país políticamente inhabitable. Casi cien diputados del próximo Congreso de los Diputados se reclaman explícitamente de una forma u otra de narcisismo: catalán, vasco, canario, cántabro, valenciano y hasta turolense. Destaca con 52 diputados el narcisismo ecuestre, o puramente caballar, de Vox, al que sería una infamia para España llamarle nacionalismo español. Uno puede ser nacionalista catalán, vasco, turolense o caballar; pero para ser nacionalista español no tiene más remedio que ser un alto patriota constitucional de la España de 1978. Más de la mitad del Congreso está en contra de la configuración actual del Estado. Y sin contar, en ese porcentaje, a la Podemia y a parte del socialismo catalán, oscilantemente partidarios de la convocatoria de un referéndum de autodeterminación. O sea, partidarios del troceamiento de la soberanía constitucional.

Ciertamente esta euforia nacionalista se produce en unas circunstancias excepcionales. La irresponsable decisión del Tribunal Supremo de hacer pública la sentencia del Proceso en período electoral –y las reacciones pirómanas, electoralmente sobreactuadas, que ha provocado–, está vinculada con el formidable incremento de votos de Vox y también del ligero pero significativo aumento y radicalización del voto independentista en Cataluña. Esos resultados coinciden con la caída brutal de Ciudadanos, un partido que combatió feroz y noblemente al nacionalismo sin serlo, y que se ha visto arrastrado por la piromanía estricta y simbólica y por sus propios e inexorables errores tácticos.

Más allá de la pura especulación recreativa nadie puede decir si este Congreso de los Diputados responde a una coyuntura particularmente psicopatológica de la vida española o si sucesivas elecciones acabarán confirmando el nuevo estado de las cosas. Sea como sea estos resultados compondrán un parlamento y este parlamento habrá de dar lugar –esperémoslo– a una mayoría y a un nuevo Gobierno. La nueva mayoría no podrá responder a los esquemas clásicos de izquierda y de derecha, sino al que desde hace años decide la vida política en Cataluña, es decir, a la oposición entre nacionalismo y antinacionalismo. El Partido Popular no tiene ninguna posibilidad numérica de nuclear un alternativa que incluya al nacionalismo de Vox. El Partido Socialista sí podría sumar una mayoría con los nacionalistas, pero con la cláusula de facilitar tan solo la vida y hacienda de Pedro Sánchez y en modo alguno un Gobierno digno de tal nombre.

De modo que la destrucción de la vida política que habrá practicado Sánchez desde que alcanzara el poder de un modo ilegítimo puede convertirse al final en una destrucción creativa. La única posibilidad de gobierno estable que dan los resultados de anoche pasa por el acuerdo entre el Partido Socialista, el Partido Popular y lo que queda de Ciudadanos. Una mayoría amplísima, capaz de encarar la crisis nacionalista y hacerlo, además, con una perspectiva temporal suficiente. La democracia debe llevar a cabo una lucha larga y difícil contra las tendencias destructivas ya perfectamente instaladas en el sistema constitucional. El primer paso de esa gran coalición de la razón española pasa porque el Partido Socialista renuncie a cualquier complicidad con el independentismo y lo mismo haga el Partido Popular con Vox. Esto significará la derogación de algunos acuerdos políticos alcanzados en determinadas comunidades autónomas. Puede parecer empeño iluso. Pero lo realmente iluso es ignorar la magnitud de la tarea que deben llevar a cabo los partidos constitucionalistas. Vox y el independentismo son las principales amenazas a la seguridad y a la higiene del estado democrático que se habrán dado en España durante los últimos cuarenta años. Se trata de dos proyectos que jamás podrán lograr viabilidad política, y cuya euforia, precisamente, nace de esa impotencia profunda. Dos proyectos sin ninguna posibilidad en la democracia, cuya única oportunidad reside en la destrucción de la democracia. Dos proyectos, en fin, que en su ruina intelectual y moral resultan ser perfectamente complementarios.

A pesar de todo entra dentro de lo posible que el Partido Socialista y el Partido Popular no lleguen a ningún acuerdo de Gobierno –y digo de Gobierno, porque espero que la pusilanimidad de Pablo Casado no facilite ninguna opción que pase por dejar las manos libres al peligroso presidente Sánchez– y permitan que la crisis institucional española llegue a extremos que ni siquiera la más fértil imaginación apocalíptica puede imaginar. Incurrirán en este supuesto en una imperdonable traición a la conducta racional y se adherirán a la sentencia que la CUP –la nueva excrecencia parlamentaria del nacionalismo catalán– ha ido colgando en su carteles propagandísticos de campaña: bajo la leyenda Ingobernables, un león de las Cortes aparecía vuelto hacia abajo. La obligación constitucionalista, su única obligación, en realidad, es volver ese león del derecho. En la obligación está también su futuro. Porque si Psoe y PP están hoy en decadencia solo es por el sostenido comercio que han mantenido con el monstruo.