ANTONIO CAÑO-EL PAÍS
- La actitud sectaria nos conduce hacia el precipicio. Estados Unidos lo ha visto de cerca y España avanza hacia un futuro muy peligroso si no es capaz de sobreponerse al mismo mal que hoy nos trastorna
El gusto por la mitología presidencial en Estados Unidos incluye la atribución a cada inquilino de la Casa Blanca de una frase memorable que, de alguna forma, resume su contribución y su mandato. Franklin Roosevelt es el presidente que aconsejó que “lo único a lo que hay que tener miedo es al miedo mismo”; John Kennedy recordó que “no hay que preguntarse lo que tu país puede hacer por ti, sino lo que tú puedes hacer por tu país”; Ronald Reagan, el vencedor de la Guerra Fría, reclamó en Berlín: “Señor Gorbachov, derribe este Muro”. Muchos otros antes de ellos descansan en mausoleos o merecen monumentos que recogen sus iluminadoras palabras para la historia. Hasta el penúltimo, Barack Obama, autor del famoso “sí, se puede” que después ha sido reproducido en medio mundo como eslogan de las causas más variopintas.
Entre miles de tuits y decenas de discursos, no les será fácil a los historiadores continuar la serie con la frase más representativa de la presidencia de Donald Trump. Tiene buenas opciones aquella en la que presumió de que, cuando un hombre tiene fama y poder, es fácil hacer lo que quiera con las mujeres, “puedes agarrarlas de…”. Dejémoslo ahí, quizá es mejor borrar de la memoria ciertos detalles del legado de este personaje. Para mí, la frase que merece sobrevivir fue la que Trump pronunció en 2016 en Sioux City (Iowa) durante la campaña electoral que lo llevó a la Casa Blanca: “Yo podría pararme en mitad de la Quinta Avenida y pegarle un tiro a alguien y no perdería votos”. Desafortunadamente, no solo son las palabras que mejor resumen la gestión de este infausto presidente, sino las que mejor exponen la gran tragedia de nuestro tiempo, el sectarismo.
En efecto, después de pronunciar esa frase, Trump obtuvo la victoria frente a Hillary Clinton. Y, cuatro años más tarde, tras haber gobernado con esa misma visión sectaria de la sociedad, ha obtenido 12 millones de votos más que en 2016. Es cierto que la extrema polarización del país ha arrastrado a las urnas a más votantes que nunca, lo que finalmente ha permitido la victoria de Joe Biden con 15 millones de sufragios más que Clinton. Sin embargo, sería un exceso de optimismo pensar que esos resultados representan de ningún modo un voto de castigo al comportamiento de Trump en la Casa Blanca, abyecto para sus detractores, pero ejemplar para sus seguidores.
Biden tendrá que intentar volver a unir al país por encima de esa visión sectaria que lo contamina todo. Si no lo logra, no se puede descartar que volvamos a ver a Trump dentro de cuatro años. No tendrá por delante el próximo presidente una labor sencilla. El sectarismo decide estos días nuestros movimientos de forma decisiva, no sólo en Estados Unidos, también en España. Está presente en las más importantes medidas del Gobierno y en las más sencillas decisiones cotidianas de la mayoría de las personas, víctimas y a la vez propagadoras de ese mal. Su caldo de cultivo es la política, pero se esparce a todos los ámbitos de la sociedad, la educación, el periodismo, la cultura… El sectarismo divide familias, rompe amistades. Hemos asistido en los últimos meses a situaciones grotescas en las que la elección de una u otra mascarilla para la protección contra el virus señalaba una determinada tendencia política. Más grave es la constante manipulación de la verdad, del pasado y de la historia con intenciones sectarias, lo que deja a los ciudadanos inermes frente al poder.
El sectarismo lo cruza todo y lo confunde todo. Sustituye los hechos por una realidad paralela en la que estamos obligados a estar permanentemente en combate, en alerta frente a un rival —aquel que no piensa como nosotros— que nos amenaza sin tregua. El sectarismo también se convierte con frecuencia en un refugio de los holgazanes de conciencia, que prefieren que les den la vida ya pensada por otros. En todos los casos, es un mal corrosivo que convierte las sociedades libres en rebaños.
Los sectarios se presentan siempre cargados de buenas intenciones. Si hay que liquidar al adversario no es por su deseo de preservar su posición dominante, ¡qué va!; es por evitarnos a todos las calamidades que la victoria de los del otro bando traería consigo. Por eso, aunque el sectarismo está perfectamente diseñado como un instrumento de la élite para el control de un país, muchos sectarios de a pie no se reconocen en su papel e incluso duermen con la tranquilidad de estar haciendo un gran servicio a la comunidad y, por supuesto, con la certeza de tener razón.
El sectarismo no es, desde luego, un fenómeno nuevo. En su versión más trágica, condujo tanto a Estados Unidos como a España a una guerra civil. El odio sectario ocupa muchos capítulos de la historia de nuestro país. En realidad, sólo cuando los españoles han sido capaces de sortear ese azote han hecho cosas notables. La Transición no deja de ser más que una gran victoria contra el sectarismo. Nuestra democracia salió adelante simplemente porque en aquel momento los españoles no se odiaban entre ellos, porque nadie les inculcaba odio, sino comprensión y respeto. Aquellos líderes tenían suficiente integridad y confianza en sus ideas como para defenderlas sin necesidad de deslegitimar las del adversario.
Cuando un político cree que puede disparar contra alguien en la principal calle de su país sin perder uno solo de sus votantes, ciegos de gregarismo y odio al rival, sabe que cuenta con indulgencia para hacer cualquier cosa. En Estados Unidos, Trump se atrevió incluso a intentar un golpe para revertir los resultados electorales. Millones de personas le siguieron y le siguen en ese propósito. En España, muchos de los disparates cometidos por el Gobierno con el fin de prolongar y fortalecer su posición en el poder sólo son posibles porque cuentan con el beneplácito de sus votantes, concentrados en el odio al rival. Para que esto funcione es preciso mantener siempre en su máxima categoría el nivel de alarma nacional. En Estados Unidos, frente al socialismo que se escondía taimadamente tras la candidatura de Biden. En España, ante la naturaleza fascista que une a todos los que no apoyan al Gobierno.
El sectarismo nos conduce hacia el precipicio. Estados Unidos lo ha visto de cerca; sólo la fortaleza de las instituciones —los militares, los jueces, el Tribunal Supremo— y un puñado de hombres honrados en el Partido Republicano han impedido que Trump destruyera, como pretendía, la democracia norteamericana. España, que tiene por delante al mismo tiempo una gigantesca crisis económica y una renovada crisis territorial, avanza hacia un futuro muy peligroso si no es capaz de sobreponerse al sectarismo que hoy nos trastorna. Sólo cuando una izquierda progresista y una derecha liberal estén dispuestas a entenderse y competir sin pretender la eliminación del rival, podrá nuestro país afrontar sus problemas en paz, como una vez hizo. Desgraciadamente, esto sólo parecen entenderlo desde hace tiempo Fernando Savater y cuatro más. Su discurso hace 20 años al recibir el Premio Sajarov para ¡Basta Ya! era un alegato lúcido contra la inoculación del odio en una mitad de la sociedad contra la otra. Esa estrategia, entonces casi circunscrita al País Vasco, ha echado raíces en todo el país.