De infausta memoria, el Ku Klux Klan fue fundado en 1865, al acabar la guerra de Secesión y ser derrotada la rebelión de los Confederados. Al principio, el KKK pasó por ser una asociación humorística, que se declaraba pacífica, pero humillaba a los negros, los acosaban, escarnecían y amedrentaban. Los incomodaban cual malos fantasmas, usando sábanas blancas y capuchas. Tras enseñorearse de lugares públicos y privados, de los escraches pasaron a acciones más violentas, siempre invisibles y en masa. Su espectáculo sádico terrorista acabó por consistir en quemar (viviendas y personas) y asesinar (en especial, linchando y ahorcando); también castraban. La organización terrorista y supremacista, enferma de odio, no tardó en ser disuelta por el presidente republicano Ulysses Grant.
Se refundó medio siglo después, comenzada la Primera Guerra Mundial. Y se presentaron con la ficción de titularse protectores de los débiles, desafortunados e inocentes, así como defensores de la Constitución norteamericana. Llegaron a tener cuatro millones de afiliados.
La espléndida película ‘Arde Mississippi’, dirigida por Alan Parker en 1988, describe aquella investigación. Los agentes federales fueron recibidos con absoluta hostilidad: ‘Hijos de Hoover’ (director del FBI); “¿Han venido a solucionar nuestro problema con los negritos?”; “es un problema local, no nos hace falta su ayuda”; “Usted no es de aquí. Vuelva al Norte con los suyos”; “están violando nuestros derechos civiles”. Los acusaban de tener ideas equivocadas sobre ‘nosotros’: “Nos toman por pordioseros, rústicos y analfabetos”, “cuando en realidad, aquí tenemos dos culturas: la cultura blanca y la cultura de color”; “rojos de pacotilla, los ciudadanos de Mississippi no somos culpables de lo que hagan algunos”. La gente de la calle daba por hecho de que se trataba de un montaje inventado por ‘Martin Luther Coño’ (tal cual), “los desaparecidos vinieron buscando problemas y los han encontrado”; los negros “no son como nosotros, no se lavan, apestan, no tenemos nada que ver con ellos”; “dicen que tenemos que comer juntos blancos y negros, pero eso es muy duro para la gente de aquí”.
Por su parte, un cabecilla del Ku Klux Klan proclamará en uno de sus actos que ellos quieren salvar a la nación de la embestida integradora que promueve la mezcla de sangre y la raza mulata. Y otro, podrido por una miserable idiotez, escupirá con total impunidad al hablar de NAACP (Negros, avispas, arañas, cocodrilos y piojos).
En una vista anterior, un juez local había mostrado hipócrita connivencia con los acusados. Desaprobaba sus actos, decía, pero los disculpaba, “al menos, en parte”, por la provocación de forasteros sin escrúpulos, de escasa moralidad, que habían invadido el condado (los agentes del FBI). Tras condenarlos a cinco años de cárcel, dictó de inmediato su libertad condicional. Al producirse el brutal asesinato de otro ciudadano negro, la rabia llega hasta el corazón del frío y puritano Alan Ward, quien, con muchas vacilaciones e incoherencias, acaba por rendirse a la evidencia que le representa Rupert Anderson (“esta gente ha salido de la cloaca, quizá deberíamos estar entre la basura”). Éste sí sabe qué hacer y con qué hombres, y organiza una serie de breves e incruentos actos de guerra sucia contra el alcalde y la trama del Klan, logrando así las pruebas que los incriminan. De este modo, se les pudo llevar ante un tribunal federal por delitos contra los derechos civiles, que los condenó. Un paso más contra la impunidad de la barbarie.