Miquel Escudero-El Correo

Hubo un tiempo en que se compraban y se vendían países. La española Luisiana fue conseguida por Napoleón en 1800 como un saldo, pero tres años después la vendió a Estados Unidos. En 1811, en una de sus zonas donde la mayor parte de la población eran esclavos, se produjo una rebelión contra los negreros que fue sofocada con inmensa brutalidad. Medio siglo después se inició, por distintas causas, la Guerra de Secesión estadounidense, en aquel entonces el 30% de los sureños eran personas esclavizadas.

Clint Smith afirma en ‘El legado de la esclavitud’ que la Declaración de Independencia de EE UU es «un pergamino de medias verdades y contradicciones». Los padres fundadores sostenían allí como evidentes unas verdades: «Todos los hombres han sido creados iguales, todos están dotados por el Creador con derechos inalienables, como la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad». Thomas Jefferson, su principal redactor, pasa por adalid de la libertad, pero a su muerte en 1826 doscientos de sus esclavos de la plantación de Monticello, en Virginia, fueron subastados para pagar sus deudas. Su amante Sally Hemings nunca dejó de ser su esclava, igual que los hijos que tuvieron en común; para mayor sordidez, Sally era hermanastra de la mujer de Jefferson.

Son innumerables las historias de abusos legales y de explotación (física, sexual y económica): el desprecio real de la condición personal del ser humano, vejado y tratado sin respeto como una cosa; ignominias que nunca quieren irse del todo. Hay poderes que siguen reivindicando una jerarquía racial para mantener sus privilegios e imponer su marco supremacista.