Desde sus raíces republicanas, el autor defiende el papel de la monarquía parlamentaria en España y ensalza la preparación de Felipe VI para desterrar la imagen de país totalitario que algunos españoles tratan de difundir.
HACE TAN SOLO unos días viendo por la televisión el concierto de Año Nuevo retransmitido desde el Salón dorado del Musikverein de la capital austríaca, esta vez dirigiendo a la Orquesta filarmónica de Viena el maestro Riccardo Muti, recordé una anécdota de la que él fue uno de los protagonistas esenciales. En el año 2008 el Ministerio de Cultura italiano y el Ministerio de Cultura español teníamos pendiente una reunión bilateral en Italia y por empeño mío, y por cortesía de mi homólogo el Ministro de Cultura italiano de entonces, la llevamos a cabo en Nápoles. Entre otros asuntos estaban pendientes de cerrarse acuerdos de colaboración para conservar y restaurar parte del aún ingente patrimonio histórico vinculado a la presencia española en esas tierras de las que salió el gran monarca que fue Carlos III.
Acabado el encuentro, satisfactorio para ambas partes, se me informó que a la reapertura del Teatro San Carlo, después de bastantes meses de trabajos de rehabilitación, asistiría el presidente de la República Giorgio Napolitano. Que coincidiera en un mismo acto reunión con reapertura fue simplemente un azar. Yo tenía mi entrada reservada en el patio de butacas pero, al ser informado el presidente, mandó que me hicieran subir al palco real y compartir a su lado la velada. Por una parte me alegré, era algo tremendamente simbólico y, por otra, me inquieté. Lo cierto es que Napolitano (oriundo de Nápoles como también lo es Muti) era una persona encantadora, irónica y con grandes conocimientos culturales. Yo le comenté que tenía una primera edición de Los versos del capitán de Pablo Neruda, publicada en Nápoles durante el tiempo que pasó viviendo el poeta chileno en la isla de Capri, en la cual aparecía su nombre como una de las personas que habían subvencionado la publicación. Le agradó el recordatorio y todo fue muy fluido. En el palco, además de las autoridades locales, estaba un alto cargo del Gobierno de Berlusconi. Alto cargo no sólo por lo que representaba políticamente sino por ser alguien muy cercano a los negocios del primer ministro. En la presentación fue muy cortés.
Muti salió al escenario entre grandes aplausos, saludó varias veces e inició el concierto. Todo parecía transcurrir perfectamente hasta que comenzaron a oírse grandes gritos desde diversos puntos de la sala que cada vez se fueron ampliando más. A los gritos contra Berlusconi y su intención de cambiar la Constitución, asunto muy debatido en aquellos días, se añadieron cientos de octavillas que caían desde los pisos más altos. Napolitano me miró con una sonrisa irónica y me susurró que era una sorpresa «a la napolitana». Yo estaba encantado porque me vi como un oficial austrohúngaro en una de las escenas de Senso de Luchino Visconti cuando en medio de un concierto al que asisten soldados austríacos, los espectadores italianos provocan la misma bronca en favor de la unidad de Italia. Aquello no parecía tener fin y Muti seguía dirigiendo para ver si realmente la música amansaba a las fieras.
De repente, pasados ya varios minutos muy tensos, Muti hizo parar a la orquesta, les dirigió unas palabras, que desde nuestra distancia eran imposibles de oír, tocó con su batuta el atril y la orquesta recomenzó, no siguiendo la pieza en la que estaban sino tocando el himno italiano. La bronca aún duró unos instantes, pero poco a poco todo el mundo se fue poniendo en pie y cantando la letra. El maestro Muti, por su parte, no conforme con tocarlo una vez, volvió a repetirlo y de nuevo todo el mundo siguió cantándolo. Hubo aplausos. El silencio regresó a la sala y todo se arregló.
Hay dos himnos que siempre he sentido como propios, el italiano y el francés. Al escucharlos siento una gran emoción de cercanía. Nunca me gustó nuestro himno sin letra porque mi generación, que vivió los últimos años del franquismo, lo vinculó al dictador y a la dictadura. No a la monarquía, sino a la Guerra Civil y a los 40 años del régimen autoritario. Pero, ¿acaso bajo la letra de la Marsellesa no fueron fusilados muchos de nuestros conciudadanos retratados por Goya? Goya, que murió exiliado en Burdeos. La historia es muy larga y si la analizamos milímetro a milímetro siempre nos encontraremos con algo que no defrauda nuestras contradicciones.
LA BANDERA DE mi país (la trajo Carlos III) tampoco me ha gustado nunca. La mía, por motivos familiares siempre fue la tricolor. Por ella y por la República lucharon aquellas gentes (intelectuales, escritores, artistas, científicos) por las que yo siempre he sentido una gran admiración y que fueron nuestros verdaderos maestros.
El caso es que, hasta la aprobación de la Constitución de 1978, yo como gran parte de mi generación, éramos republicanos y no reconocíamos las enseñas y símbolos que hasta entonces nos habían representado. Pero al votar la Constitución yo aún sin dejar de seguir siendo lo que hasta entonces había sido, opté por el pragmatismo: una monarquía parlamentaria, una bandera y un himno semejantes a los de tiempos anteriores. Creo que todos los que votamos a favor, la inmensa mayoría, no nos equivocamos. Votamos con la razón y preservamos, como aún yo todavía preservo, nuestros sentimientos. Carrillo, laPasionaria, María Zambrano, Rafael Alberti, Francisco Ayala o Picasso, a través del regreso de su obra más representativa del siglo XX, el Guernica, y tantos y tantos otros exiliados volvieron a España e hicieron lo mismo reconociendo así aquella nueva España que coincidía de alguna manera con la misma por la que ellos habían luchado.
Por primera vez las dos Españas se juntaban, colaboraban y echaban a andar a un país que ha llegado a la más alta cota social–política y económica de su larga historia. Juan Carlos I y Felipe VI han sido, y lo siguen siendo, fundamentalmente monarcas republicanos. Infinitamente con menos poder que el que tiene el presidente de la República Francesa. Ambos se han enfrentado a dos golpes de Estado. Uno, a la vieja usanza del XIX, y el otro, de forma novedosa en el XXI, en medio de las nuevas tecnologías. ¿Alguien puede pensar que ambos Reyes son franquistas? ¿Alguien puede pensar que esta democracia que tiene todas las garantías legales y que es reconocida internacionalmente es franquista? El apoyo de todos los países del mundo a la unidad de España se les debe también a ellos, a la labor diplomática extraordinaria e intensa que han desarrollado a lo largo de estas décadas. Cuando Felipe VI llegó al trono ya había estado varias veces en todos o casi todos los países del mundo, conocía a sus autoridades y a los representantes más destacados de la sociedad. ¿Alguien podría pensar que un Rey joven, políglota, culto, preparado y absolutamente democrático compartiría un poder franquista? Un presidente de la República hoy, siendo el mejor, no tendría la preparación y la experiencia de nuestro Rey. Y yo que sentimentalmente sigo siendo republicano, lo puedo atestiguar por los muchos viajes hechos junto a sus padres y a él mismo.
La democracia en España está asegurada no solo por las elecciones libres, los partidos políticos, los tribunales, los sindicatos, la prensa y demás instituciones representativas, sino también por un Rey que sabe y es consciente del momento en el que vive y que fue educado en la defensa del parlamentarismo y la división de poderes. Hoy solamente las monarquías en Occidente pueden ser democráticas y los partidos nacionalistas y populistas que combaten nuestra democracia lo saben. Companys no fue fusilado por los españoles sino por Franco, como el dictador hizo con tantos otros de nuestros compatriotas. Nuestra Guerra Civil no fue una guerra del resto de España contra Cataluña, sino entre unos españoles y otros. Y como tantas otras veces quienes ganaron no tuvieron la grandeza de respetar a los perdedores. En realidad unos y otros lo fueron.
Bajo la bandera roja y gualda, bajo el himno sin letra, bajo la monarquía parlamentaria a lo largo de estas cuatro décadas de libertad y progreso como jamás tuvo este país en sus más de 500 años de existencia, hemos recibido Premios Nobel, Oscar y galardones en los más importantes festivales de cine del mundo, medallas olímpicas y mundiales, reconocimientos culturales, políticos, económicos, deportivos, científicos… hemos dirigido organismos internacionales, hemos enviado tropas de paz a conflictos internacionales y tantas y tantas otras cosas. Y no sólo hemos recibido sino dado muchos otros premios, por ejemplo, los Princesa de Asturias a grandes personalidades internacionales o los Cervantes compartidos con nuestros hermanos hispanoamericanos. ¿Acaso todas estas gentes lo hubieran recogido de un Rey antidemocrático?
Me entristece que un español, aunque no lo quiera ser, mienta y engañe con una nueva leyenda negra que nos insulta gravemente a todos. En los estados totalitarios que quieren crear populistas y nacionalistas no habría ni monarquía ni república. Simplemente no habría democracia, no habría ni siquiera partidos políticos. En definitiva no habría libertad. Denominarnos de régimen a quienes luchamos contra el franquismo y ayudamos a traer la democracia es un acto vil de gente malnacida. La transición democrática fue el arte de lo posible que nos llevó a lo casi imposible: un país en paz después de siglos de guerras, un país democrático, un país con gran presencia en el mundo, un país cuya lengua común hablan más de medio millón de personas, un país en el que se enseñan, cuidan y respetan las otras lenguas oficiales, un país cuyo desarrollo autonómico es superior al de cualquiera de los países europeos, un país que construyó un Estado de bienestar inusitado. Sí, también, por supuesto, hay lados oscuros, muy oscuros, como en la vida misma, pero el balance no puede ser más positivo. Y sí, también, esto se lo debemos a nuestros dos monarcas.
Sé que mis viejos y muy queridos amigos del Ateneo Republicano de La Coruña, mi ciudad, seguirán teniéndome en cuarentena pero entenderán que uno tiene que ser no solo fiel a sus sentimientos sino a la razón que los pueda sostener. Mi voto a favor de la Constitución (y es necesario revisarla pronto para adaptarla a este mundo nuevo tan rápidamente cambiante) sigue totalmente vigente. Que las nuevas generaciones, formadas en el olvido de nuestra historia, no repitan los males de sus antepasados. Aunque como dice irónicamente Kathleen Raine en su ensayo La utilidad de la belleza, «La ausencia de cultura puede considerarse otra clase de cultura, la ignorancia otra forma de conocimiento». La convivencia y el respeto a las ideas son fundamentales. También es esencial el respeto a las leyes acordadas por todos.
En España no hay presos políticos, los hubo hace ya más de 40 años. En España no hay exiliados, los hubo hace ya más de 40 años. En España no hay rehenes. En España hay una ejemplar monarquía parlamentaria respetuosa y fiel con los procedimientos políticos, legales y jurisdiccionales como en cualquier otro país miembro de la comunidad europea. Esto se sabe, es público y notorio, pero a veces es necesario decirlo en voz alta. Yo lo digo e invito a todos los españoles a que lo hagan allí donde estén. ¡Ya basta de hablar mal de nosotros mismos!
César Antonio Molina ha sido ministro de Cultura.