FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR / Dir. Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad, ABC 09/02/13
«Hay momentos en que un país, puesto en permanente estado de excepción por quienes desearían destruirlo, debe recordar que una nación es la idea en la que se realiza, los valores en los que se justifica… La nación española ya no puede verse como una sucesión de ciclos trágicos, independientes de la decisión de los ciudadanos y sujetos a la malevolencia de una oscura fatalidad.
Nuestra literatura regeneracionista se escandalizaba hace un siglo por algo que, al parecer, estamos condenados a repetir, como si nuestra historia no consistiera en un trayecto hacia el porvenir, sino en un tedioso cautiverio que nos hace caminar en el círculo cerrado de la fatalidad histórica. Por mucho que pretendieran verlo así aquellos generosos y algo ingenuos españoles que se asomaban a nuestra decadencia, a nuestro atraso científico o a nuestra incapacidad para organizar una democracia moderna, lo que nos aquejaba no era una oscura deficiencia de carácter ni, desde luego, una parálisis para trabajar al unísono. Resultaba, por entonces, demasiado sencillo y demasiado doloroso considerar que los españoles no podíamos resolver nuestra radical diferencia respecto de los países civilizados y teníamos que asumir nuestro sino fratricida de habitantes del solar de Caín y Abel, de las guerras civiles y del antagonismo ideológico permanente. Como los héroes de una tragedia griega, como esos dos individuos que pintó Goya, enterrados hasta las rodillas y matándose a garrotazos.
La angustia de los hombres de la generación del 98 y del 14, cuya envergadura moral e intelectual aún nos conmueve, denunció la distancia entre la España real y la oficial, que ahora todavía ofrece signos tan alarmantes de desprestigio institucional, de debilidad de nuestra clase política y de abdicación de los intelectuales. A los políticos, aguijoneados por el pensamiento crítico, les corresponde el esfuerzo por recuperar la trama de confianza que debe unir a una nación y a quienes la representan. A ellos atañe forjar la sensación de que todos militamos en un proyecto común. A ellos incumbe la conversión de una amalgama de individuos en verdaderos ciudadanos. En ellos debe cobrar forma un liderazgo ético, en disposición de señalar el rumbo de la empresa nacional y la honestidad de una legítima representación de sus aspiraciones.
Los regeneracionistas del 98 nunca se refirieron a la ausencia de nación, sino a la incapacidad del pueblo y de sus dirigentes para constituirse en Estado. La falsedad de España no consistía en su esencia, sino en su representación. No se trataba de un proyecto histórico trivial y caprichoso, sino de una necesidad colectiva que no lograba encontrar el cauce preciso y justo de su irrupción en la historia como verdadera nación, vertebrada en la conciencia de sus ciudadanos y constituida en instituciones legítimas y respetadas. No era uno de esos Estados formados apresuradamente en una mesa de negociaciones, trazando sus fronteras con la bulimia moral y la astucia política de mercaderes diplomáticos, sino un empeño común reconocible en las palabras y en los actos de generaciones de españoles que así se habían considerado desde los inicios de la modernidad y el humanismo.
Para aquellos escritores el patriotismo era el primer espacio de responsabilidad ante el propio pueblo, la primera pasión por hacer que los españoles disfrutaran de las condiciones de bienestar y cohesión social que había de proporcionales el adecuado encaje entre Estado y nación, entre libertad y sociedad, entre tradición y progreso. Nada tuvo aquel esfuerzo de definición de una idea nueva de España, de descubrimiento de soberanías de laboratorio o de miserable aprovechamiento de una crisis económica devastadora para poner en duda la nación. Hubo razones pero también emociones que se radicalizaron cuando los españoles prefirieron sus diferencias a sus semejanzas, cuando confundieron la quiebra del Estado con la destrucción de la nación o pensaron que un pueblo adquiere la conciencia nacional sometiéndola a la ortopedia de instituciones que no lo representan.
La nuestra es una historia que va recorriendo ciclos de tres o cuatro décadas en el empeño de negarse o impugnarse, con desgraciados paréntesis políticos, sociales y culturales que parecen copiar el ritmo de incubación y desarrollo de una enfermedad crónica y que nos han ido construyendo como una excepción a la regla de la Europa moderna desde la primera de nuestras guerras civiles del siglo XIX. La metáfora biológica, de tanto éxito en los escritores de finales del XIX, resulta desdichada, al hacer de esta nuestra nación voluntariosa y sana un organismo defectuoso, para el que siempre se han pensado remedios de cirugía mayor, en lugar de los más adecuados recursos del rigor político y la organización colectiva de nuestros derechos. Somos españoles libres y, por tanto, responsables de nuestra existencia y posibilidad como nación. Y no vamos a dejar que algunos aprendices de cirujanos de hierro pretendan someternos a su vocación hospitalaria, haciéndonos creer que el guerracivilismo está incrustado inexorablemente en los ijares del pueblo.
España no puede ser de nuevo una excepción, aunque algunos se empeñen en proporcionar a nuestros colegas europeos determinados espectáculos que pueden hacer que no se nos tome demasiado en serio. Los últimos cuarenta años no han sido un nuevo paréntesis, sino el punto en que decidimos y pudimos resolver definitivamente nuestra consistencia nacional. Quisimos dar a la nación un Estado, pero nunca pretendimos que ésta fuera sustituida por un Estado artificioso. Desde la dureza de aquella historia española, henchida de frustraciones, descubrimos la posibilidad de ser al mismo tiempo realistas y soñadores, pragmáticos e idealistas. La transición no abrió un nuevo paréntesis, sino que cerró para siempre nuestra extraña condición en el concierto de las naciones.
Hace cuarenta años, dejamos de ser esa excepción que alimentaba el júbilo de los viajeros, la curiosidad de los antropólogos y la severa angustia de los intelectuales. Éramos lo que, en realidad, continuamos siendo, a pesar del impulso estético con que se nos quiere devolver a la vejatoria condición de un circo de variedades, y a pesar del fervor contable con el que algunos quieren indicarnos que España es una sociedad anónima de la que pueden marcharse algunos accionistas cuando la economía nacional cotiza a la baja. Los patriotas, los demócratas de España, preferimos la vida a la bolsa. Nosotros preferimos enfrentarnos al desafío de la historia en lugar de venderle el alma al diablo de la crisis. Nosotros haremos que esta nación se gane su derecho a continuar siendo normal.
Hay momentos en que un país, puesto en permanente estado de excepción por quienes desearían destruirlo, debe recordar que una nación es la idea en la que se realiza, los valores en los que se justifica, la voluntad de ser en la que el tiempo se convierte en historia. La nación española ya no puede verse como una sucesión de ciclos trágicos, independientes de la decisión de los ciudadanos y sujetos a la malevolencia de una oscura fatalidad. Es, por el contrario, una afirmación de la existencia colectiva levantada sobre el impulso de la libertad, decidida con la fuerza de nuestra convicción, insumisa frente a la pesadumbre del destino, ajena a los mitos de nuestro carácter ingobernable y a la falsedad de nuestra incompetencia para existir como ciudadanos libres, inspiradores de sus principios, fabricantes de sus derechos, arquitectos de su constitución.
FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR / Dir. Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad, ABC 09/02/13