Los partidos nacionalistas, respaldados o tolerados por el PSOE y el PP, han impuesto prácticas excluyentes que crean «ciudadanos de segunda». Conceptos como lengua propia y normalización lingüística deben erradicarse del lenguaje político de la democracia y de sus textos jurídicos.
El estruendo organizado por la propaganda triunfalista de Gobierno y PSOE, empeorado por los ruidos de un PP en plena caída libre, que renuncia a hacer oposición, pueden ocultar que en España existen problemas políticos muy serios. Pero el Parlamento parece más ocupado en amplificar los ruidos externos, y en amordazar a UPyD, para que demos la lata lo menos posible, que en abrir debates urgentes sobre asuntos que perjudican a muchos de nosotros. Por ejemplo, las políticas lingüísticas impulsadas por los nacionalismos, con el apoyo o la tolerancia de PSOE y PP, y su efecto más deletéreo: la discriminación lingüística.
Así como pagar menos a una empleada por ser mujer o ponerle trabas para que acceda a ciertos estatus y profesiones son formas de discriminar a alguien por su sexo femenino, es un caso de discriminación lingüística impedir a una persona cualificada que acceda a un empleo en la Administración porque no satisface una exigencia abusiva de conocimiento de una lengua cooficial.
Y hay muchos más, como la imposibilidad de escolarizar a un niño en castellano en un centro público (o concertado) de comunidades teóricamente bilingües, o la conversión de la lengua particular cooficial en lengua única de la Administración, sin olvidar la valoración irracional e incluso excluyente del conocimiento de estas lenguas en concursos para acceder a un empleo público.
Unos 15 millones de españoles residentes en Galicia, País Vasco, parte de Navarra, Cataluña, Baleares y la Comunidad Valenciana pueden ser, o lo han sido ya, víctimas de alguna forma de esta nueva discriminación, particularmente insidiosa por dos razones: porque oficialmente no existe -como afirmó con ignorante o cínico aplomo José Luis Rodríguez Zapatero- y porque, además, es la consecuencia de una política tan falsamente democrática como prácticamente unánime.
Los partidos nacionalistas no se han quedado solos en la imposición de todo tipo de políticas lingüísticas claramente discriminatorias, sino que PSOE y PP las han propiciado, mantenido e incluso aumentado en las comunidades bilingües donde han gobernado o gobiernan. La agresiva y delirante campaña de «normalización lingüística» desatada estos días en Baleares se limita a desarrollar un decreto del Gobierno balear de 1990, presidido por el PP. En la Comunidad Valenciana y Galicia hace tiempo que los concursos públicos se celebran exclusivamente, o casi, en sus lenguas cooficiales. Y no hace falta referirse a la situación catalana para ilustrar qué significa convertirse en ciudadano de segunda por razón de lengua, por muy oficial del Estado que sea, porque en el País Vasco los nacionalistas quieren hacer lo mismo. Ahora bien, la discriminación lingüística triunfante no es sólo responsabilidad nacionalista, sino efecto de la tolerancia de quienes dicen no serlo.
Pero, ¿para qué es necesaria una «política lingüística»? Sólo para resolver las situaciones heredadas de discriminación en este terreno. Toda política legítima de este tipo debe limitarse a asegurar la cooficialidad y la libertad de elección de lenguas en las comunidades realmente bilingües, lo sean mucho o poco. En nuestro caso, es lo que hizo la Constitución de 1978 al declarar las lenguas particulares de las comunidades bilingües cooficiales en sus respectivos territorios. Se trataba de que catalanes, gallegos y vascos tuvieran la oportunidad de usar sus lenguas maternas, ignoradas hasta entonces por la Administración, sin soportar por ello discriminación o desventaja objetiva alguna. Sin embargo, la evolución de la política autonómica ha convertido ese propósito democrático en el intento inverso de instaurar un monolingüismo de nueva planta, artificioso y coercitivo además de reaccionario y aislacionista, en la «lengua propia».
Si los partidos y la sociedad civil han reaccionado tarde y débilmente a esta deriva antidemocrática es, entre otras razones, por las muy excesivas concesiones hechas a las reaccionarias monsergas nacionalistas en materia cultural y política. Así, el concepto de «lengua propia», fundamental para legitimar la «política lingüística» de «normalización lingüística», es un artefacto ideológico sin el menor peso científico.
La «normalización lingüística» consiste en expulsar del espacio público a las lenguas impropias: el castellano o español. Para ello se suprime la educación bilingüe, o se decreta que todos los papeles administrativos se publiquen exclusivamente en la propia, exigiendo a los disconformes que vayan a una lista especial, como de analfabetos funcionales, si quieren tratos en castellano. En un giro semántico inevitable, se decreta que lo realmente normal, el bilingüismo tradicional, es lo anormal. Pero normalizar la lengua no es otra cosa que tratar de normalizar a la sociedad cambiando su realidad por otra diseñada desde el poder. Es, pues, un ejercicio de dominación despótica.
Este estado de cosas ha salido a la luz gracias al esfuerzo cívico de algunos colectivos muy meritorios -y muy discriminados-, reclamando cada vez más atención en el debate político. De momento, las respuestas no son muy alentadoras. Los nacionalistas niegan que haya discriminación lingüística y dan grandes voces en su papel de víctimas impostadas. Los socialistas y el resto de la izquierda conservadora coinciden cada vez más con los nacionalistas, manejando falacias como la «convivencia de lenguas» elogiada por Zapatero. Y el PP desenfoca la cuestión al proponerse como campeón de una innecesaria «defensa del castellano». El castellano goza de estupenda salud social y su auge no va a ser impedido por los delirios de unos cuantos.
El problema no lo tiene el idioma, sino los ciudadanos que ven recortados sus derechos constitucionales y atacada su libertad. Lo que hay que defender, sin ambigüedades ni concesiones, es la libertad de elección lingüística en las comunidades con dos lenguas oficiales, desterrando cualquier discriminación que no esté clara y plenamente justificada por los requisitos específicos de un puesto de trabajo.
La igualdad no se defenderá mejor mediante una política lingüística de defensa del castellano, sino dejando sentado que, una vez reconocida y desarrollada la cooficialidad de las lenguas tradicionales de una comunidad bilingüe, no debe hacerse absolutamente nada más contra la libre voluntad de los ciudadanos en esta elección. Seudoconceptos como los de «lengua propia» y «normalización lingüística» deben erradicarse del lenguaje político de la democracia y de sus textos jurídicos. Una vez garantizado en la Constitución que nadie será discriminado por usar la lengua oficial que prefiera, la única.
Carlos Martínez Gorriarrán, EL MUNDO, 2/6/2008