«HAY LANGOSTA DE letrados». No recuerdo ahora si fue Quevedo o Torres de Villarroel el autor de esa delirante sentencia, pero no es preciso afinar más la cita. Quevedo los veía bajar, en Los Sueños, tan en tropel, a lomos de sus mulas, camino del infierno, que resultaba imposible a los demás condenados abrirse paso para llegar a su destino. Eran procesiones inacabables de leguleyos que habían dedicado la vida a confundir justiciables, enredar los problemas, crear pleitos o aplazar su solución, y animar la querulancia.
Me vienen a la cabeza estos recuerdos de una época en que se hacían pasar por letrados los pícaros y ejercían como tales catervas de embaucadores, al leer o escuchar cada día los disparates que se les ocurren a los actuales inventores de soluciones para la crisis del Estado. Unos ofrecen interpretaciones de la Constitución tan imaginativas como carentes de fundamento. Otros aseguran que la Constitución, ya en sus estertores últimos, ha de dejar paso a la democracia reconstituyente para que los pueblos que forman España elijan separadamente su destino. Esta clase de propuestas embusteras son impropias de partidos que cuentan con militantes y asesores estudiados capaces de plantear soluciones más meditadas. Pero las ansias de poder pierden a unos y las perversas ideologías nacionalistas a otros. El resultado, en todo caso, es que cada día nos inunda un torrente de despropósitos.
Remedando el título de un libro importante de Ronald Dworkin, propongo que nos tomemos la Constitución en serio. No para dejar de opinar sobre sus dictados, sino para hacerlo con cuidado. No digo que también con respeto porque incluyo dentro de la libertad de opinión cualquier manifestación dirigida a derribarla. Pero, lo que no resulta aceptable es la falta de seriedad. Tomarse la Constitución a chacota o a beneficio de inventario es algo que hicieron de continuo juristas y políticos españoles durante el siglo XIX y buena parte del siglo XX. Y así nos fue: de sobresalto en sobresalto, entre algaradas y trabucazos. Milagroso fue que, pese a todo, y aun sumada nuestra tradicional tendencia a la autocrítica destructiva, el país gozase de épocas de innegable progreso.
Me referiré, como ejemplos de lo que digo, a dos cuestiones que están provocando revuelo estos días: la existencia en España de un número imprecisado de naciones y el referéndum que ha anunciado el Gobierno de Cataluña para que los catalanes decidan si se independizan o no de España y constituyen una República independiente.
Cualquier provincia española puede ser una nación «en el sentido cultural», a poco que se empeñe en serlo. Los ingredientes necesarios no son difíciles de encontrar en cualquier parte de España. Hace falta un territorio que delimite el ámbito de la comunidad que se vaya a utilizar como referencia, una historia que recordar, costumbres en común que ensalzar y la voluntad de convivir. Lo demás, si no existe, se puede crear. Como demostró Eric Hobsbawm, la tradición se inventa. Y el nation building es un ejercicio con prosapia que ha ganado tanta proyección en nuestra actualidad política como los algoritmos en el universo digital.
No hace falta contar con una lengua propia para construir naciones. Ernest Renan, que tanto ha influido en que nos sigamos preguntando ¿qué es una nación?, después de que él dedicara su famoso libro a resolverlo, dijo que bastaba con que una colectividad conjugara un proyecto de vida en común. Esto es también lo que nuestro Ortega y Gasset consideró, años después, como decisivo. No hace falta, desde luego, una lengua propia distintiva, según el mismo Renan. Comunicarse en una lengua diferenciada no es imprescindible. Lo demostraron masivamente las nuevas Repúblicas constituidas en la América española; todas naciones independientes que hablaban un castellano bello y castizo.
NACIONES EN ESTE sentido, si nos empeñamos, puede haber tantas en España como provincias, suponiendo que los cartageneros, jumillanos y otras naciones decimonónicas de menor tamaño acepten el desplante y no reivindiquen, por las mismas razones históricas, culturales y económicas, que hay comarcas en España con mucho predicamento nacional.
Otra cosa es que nos refiramos a la nación como titular de la soberanía. Esta cuestión tiene una solución tan inequívoca como la anterior. Nación en este sentido, coincide en nuestra tradición constitucional con las nociones de pueblo español y Estado español.
Lo recordaré brevemente: el discurso preliminar de la Constitución de 1812 presumía de que «La soberanía de la nación está proclamada del modo más auténtico y solemne en las leyes fundamentales de este Código…». Y el artículo 3, en consecuencia, establecía: «La soberanía reside esencialmente en la Nación y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho a establecer sus leyes fundamentales».
Las Constituciones de 1845 y de 1876, las que gozaron de mayor tiempo de vigencia, optaron por repartir la soberanía entre la nación y el rey. Pero la atribución de la soberanía plena a la nación es el criterio que predominará en las Constituciones de 1837, 1869, 1931 y en la actual. La republicana de 1931 atraía la soberanía al «pueblo». Jiménez de Asúa advirtió que se había evitado específicamente el concepto «nación» porque resultaba más ambiguo y discutible que el de «pueblo». Era discutible el concepto «nación española», pero no el de «España». Se evitó aquél, y se incluyó éste en la Constitución de 1931.
El «carácter multinacional del Estado español» apareció en el programa del Partido Comunista de 1975, y en los congresos del PSOE de 1974 y 1976 se aludió a la «definitiva solución del problema de las nacionalidades que integran el Estado español». De estas influencias, sumadas a la presión vasco–catalana, derivó la acogida final, en el artículo 2 de la Constitución de 1978, del concepto de nacionalidad junto al de nación: «La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre ellas».
Cuando la Constitución alude al sujeto constituyente, en el que reside la soberanía, se refiere en el preámbulo a la «nación española». En el artículo 1 se dice que el sujeto constituyente es «España». Y en el párrafo segundo del mismo artículo se hace residir la soberanía en el «pueblo español». De manera que tenemos tres sujetos fundantes con significación jurídica equivalente: «nación española», «España» y «pueblo español». Las «nacionalidades» que menciona el artículo 2 son garantizadas a partir de la Constitución, de manera que no se les reconoce el menor residuo de poder constituyente.
El Tribunal Constitucional ha confirmado reiteradamente que el concepto nación está vinculado a la titularidad de la soberanía. No hay otro sujeto soberano en el marco de la Constitución española. Autoatribuirse la soberanía es inconstitucional y la misma calificación merecen las apropiaciones parciales. Las nacionalidades se fundamentan y tienen su apoyo exclusivo en la Constitución misma y no pueden subvertirla.
EL PLURINACIONALISMO de que se habla ahora entre nosotros, para indicar que dentro de la nación española hay otras naciones sin Estado, solo puede entenderse de tres maneras: una puramente ideológica, porque hay gentes o partidos políticos que así lo creen; en la medida que expresan una opinión política es respetable, cualquiera que sea la densidad de su fundamento. La segunda, haría alusión a las naciones culturales, que en España son, como antes he indicado, un número indeterminado; es del todo inútil este concepto para montar soluciones duraderas y eficientes de organización del Estado. La tercera, apela a la existencia de más naciones soberanas dentro del soberano Estado español. En este caso, la gobernación común de naciones soberanas solo puede tener lugar en el marco de una confederación. Por tanto, esta tercera versión del plurinacionalismo conduciría a la implantación de una confederación como solución para la organización territorial de España.
Es posible que los defensores del plurinacionalismo aclaren que no han querido decir esto último. Como la acepción segunda del concepto, antes expuesta, no lleva a ninguna parte y la primera se queda en el recóndito lugar del pensamiento político, la conclusión es que se trata de propuestas sin sentido ni porvenir y que los promotores del alboroto plurinacionalista no han pensado ni un minuto en lo que han dicho. No se toman la Constitución en serio.
QUISIERA COMENTAR AHORA el artificio que han montado los que creen que la única manera de consultar a una parte de los ciudadanos españoles sobre si quieren constituir una organización política propia, es decir, ejercer el derecho de autodeterminación, es celebrar un referéndum invitando a constituir un Estado independiente. Tendré que explicarlo más despacio otro día, porque los límites naturales de un artículo periodístico me impiden escribir mucho más. Pero reflexiónese sobre lo siguiente: en 1930 (Pacto de San Sebastián) los nacionalistas catalanes denominaron autodeterminación a la potestad de elaborar una norma que decidiría la organización de la Generalitat, sus poderes, las garantías de su conservación y las relaciones con el Estado. Aprobaron el proyecto en referéndum. Lo mismo hicieron en 1979 y en 2006: celebraron referéndums de autodeterminación. La idea sigue siendo fecunda (la he explicado con más detalle en los libros que cito abajo). Fecunda para Cataluña y también para resolver sus problemas de integración en el Estado. Debe inspirar las inevitables negociaciones políticas que algún día no lejano se iniciarán y desmiente también la tesis de que no pueden celebrarse consultas que afecten sólo al porvenir de una parte del territorio del Estado.
Resultaría muy pertinente ahondar un poco en la versatilidad de la Constitución de 1978 antes de proceder a demolerla. Sobre todo para no alentar proyectos de separación que no pueden prosperar y que si prosperaran solo podrían conducir, en poco tiempo, a reconstruir las relaciones de partida entre el Estado español y la parte díscola de Cataluña. Pero he aquí que los comentaristas locales han llenado centenares de páginas con interpretaciones asombrosas de nuestra Constitución apoyadas ¡en la Constitución de Canadá! ¡ o en la inexistente constitución escrita de Gran Bretaña! Han encontrado su opor- tunidad los comentaristas abusivos, capaces de sostener las tesis más indefendibles.
Retomo lo que decía al principio. Los actuales intérpretes ligeros e inestables del texto constitucional recuerdan a la tropa de buhoneros de ensalmos que se apoderó del asesoramiento de los conflictos en las edades medieval y moderna. Corrompieron hasta el lenguaje. Contra algunos de los autores que sirvieron de fuente de inspiración para alimentar tergiversaciones, clamó nuestro Antonio de Nebrija en su epigrama Adversus Barbaros.
Valga el recuerdo para marcar la orientación de la defensa del constitucionalismo en España: es necesario animar, otra vez, la lucha contra los bárbaros.
Santiago Muñoz Machado, catedrático y académico de número de las Reales Academias Española y de Ciencias Morales y Política, es autor de una reciente trilogía sobre la crisis del Estado, formada por los libros Informe sobre España (2012), Cataluña y las demás Españas (2014) y Vieja y Nueva Constitución (2016), todos ellos publicados por la editorial Crítica.