Si revoca el veredicto de sus propias elecciones, el PP no podrá volver a denunciar las alianzas de perdedores
EL sistema electoral de las primarias del PP lo ha cargado el diablo. La doble vuelta mixta revela una notable desconfianza en los militantes al permitir que su veredicto lo revoquen los compromisarios, siempre más permeables, en teoría, a la voluntad del aparato. El mecanismo, ya ensayado en algunos ámbitos territoriales, es una rareza diseñada ante la presión creciente de los afiliados, pero a escala nacional nadie pensó nunca en tener que utilizarlo; acostumbrada a exaltar la unidad, la organización ha creído siempre más en la cooptación como método para decidir el liderazgo. Las espantadas sucesivas de Rajoy y Feijóo han dibujado el más temido cuadro: una batalla a cara de perro, con una diferencia muy apretada, entre dos candidatos.
Salvo una improbable candidatura de integración, todo lo que pase ahora tiene contraindicaciones. Si el congreso no confirma a Santamaría desacreditará el resultado de las urnas, y si lo hace abrirá una brecha entre sus partidarios y los demás sectores. La estrecha ventaja de la ganadora en la primera ronda ha dejado una borrosa sensación de desorden. Sin embargo, en puridad su 37 por ciento es una proporción cuatro puntos mayor de la que Rajoy obtuvo en las últimas elecciones. Y si la dejan en la estacada, la formación que acusa a Sánchez de usurpar el poder con tretas y de rebote, la que defiende el gobierno de la lista más votada en municipios y regiones, no podrá volver jamás a denunciar peyorativamente las alianzas de perdedores.
La situación confirma el diagnóstico displicente del marianismo: las primarias han resultado «un lío». Pero un lío en el que el PP se juega su futuro, su cohesión y su prestigio. Con la paradoja añadida de que la derrotada Cospedal –doble derrota la suya, porque como secretaria general se le suponía el control del partido–, que siempre postuló la candidatura única, tiene en sus manos el arbitraje decisivo para inclinar la balanza en uno u otro sentido. Y con la incógnita de si el presidente retirado intervendrá para evitar la guerra civil interna llamando a los contendientes –«joder, qué tropa»– a capítulo.
Pablo Casado quiere ir hasta el final y está reuniendo respaldos. La noche del escrutinio se vio en cabeza hasta el final y sintió que el triunfo se le iba de las manos. Desde muy joven se ha sabido programado para la alta dirección, como si viviese en un secreto delfinato, y con la meta a tiro no se va a frenar en el último salto: quien lo quiera sacar de la pista tendrá que salirle al paso. Sin embargo, de los dos finalistas es el que más puede esperar; no tanto por la edad como porque Santamaría ya ha gobernado y no resistiría otro fracaso. La presión será fuerte aunque no está claro quién la puede ejercer, habida cuenta de que el PP carece ahora mismo de alguien con autoridad moral y peso orgánico. Y a tenor de los indicios, quizá tarde en encontrarlo.