Fernando Savater-EL CORREO

  • Mañana es el día de la Constitución. Un texto compuesto como un rompecabezas, lleno de ambigüedades e insuficiencias

Mi entrada en la Universidad, con 17 años “robustos y engañados” (Quevedo dixit), coincidió con una racha de alborotos de los que luego tanto abundarían a lo largo de la carrera. Me incorporé a los revoltosos sin apenas dudarlo y aún menos entenderlo. Nuestro acto subversivo principal era al mediodía: nos reuníamos en el hall de la Facultad, sentados en el suelo, y el delegado del sindicato estudiantil daba solemne (y nerviosa) lectura a la Declaración de los Derechos Humanos. Después entonábamos vacilantes el Gaudeamus igitur (yo sólo movía los labios porque no me la sabía), pero enseguida intervenían los grises y disolvían sin contemplaciones la reunión. Años después, tras Mayo del 68, mis amigos franceses se asombraban de que yo aún considerase la declaración de DD HH como un texto subversivo con tanto olor a azufre como el Manifiesto comunista o Mein Kampf. ¡Los DD HH, que nadie cumplía y que servían para encubrir declamatoriamente cualquier tropelía! Pero yo los había aprendido rodeado de esbirros, en aulas como celdas de prisión, hostigado por un autoritarismo pacato y estrecho que contravenía mi juventud: en esas condiciones, hasta el padrenuestro habría sonado a clarín de combate…

Mañana es el día de la Constitución. Un texto compuesto como un rompecabezas, lleno de ambigüedades e insuficiencias. Se aprende en pocos colegios, en muchos se enseña a detestarla. Los confortables guerrilleros de la subversión subvencionada se enorgullecen de ignorarla o la consideran el último episodio del franquismo. Pero es el contrato que nos reconoce ciudadanos, es decir, dueños de España, de norte a sur, de este a oeste: no como se posee el huerto en que se ha echado raíces, sino la familia con que compartimos el pasado y construiremos el futuro. Un contrato cercado por sombras indeseables, pero escrito con luz.