Cuando las Cortes constituyentes optaron por articular territorialmente España de acuerdo con este original constructo denominado “Estado de las Autonomías” creyeron angélicamente que al conceder a los nacionalistas una pseudo-nación con parlamento, gobierno, enseña, himno, Día de la Patria, lengua cooficial, amplísimas facultades legislativas, ejecutivas, fiscales y financieras, flota de coches oficiales con banderín propio y jugosas oportunidades de saquear un abultado presupuesto, sus ansias de reconocimiento simbólico y poder político se verían colmadas y contentos con tan atractivos juguetes aceptarían el orden constitucional, la Monarquía y la unidad nacional. Por supuesto, el invento ha salido carísimo y el sobrecoste para el sufrido contribuyente de tal despliegue de diversidad y de identidades variopintas es ya por lo menos del 20% del total del gasto público. Con decir que está en marcha una reforma del Reglamento del Congreso para que sus señorías puedan verter sus doctas intervenciones en catalán, vasco, gallego y castellano con la consiguiente parafernalia de cabinas de intérpretes y gabinetes de traductores, amén del correspondiente dispendio causado por tales adelantos, no se puede añadir mucho más. Por desgracia, ha ocurrido los que algunos advirtieron muy pronto sin ser escuchados: lejos de conformarse con el creciente nivel de autogobierno, a medida que los dos grandes partidos nacionales iban aflojando los cordones de la bolsa y transfiriendo competencias la codicia de los nacionalistas se incrementaba, sus exigencias se exacerbaban y su insolencia alcanzaba cotas alarmantes. Este proceso imparable culminó con el intento de golpe de Estado de septiembre y octubre de 2017 por parte de los separatistas catalanes.
Cuando una fiera confinada devora a sus víctimas, la culpa no es del carnívoro, sino del imprudente que le ha abierto la puerta de la jaula
Si nos remontamos a la segunda mitad de los setenta del siglo pasado, en aquel momento el porcentaje de independentistas en Cataluña y el País Vasco era muy modesto y la fuerza de sus partidos bastante reducida. Por consiguiente, si los padres de la Constitución se hubieran inclinado por un modelo de Estado centralizado políticamente y descentralizado administrativamente al estilo de Francia, Suecia, Polonia o Portugal, esta solución habría sido plenamente democrática y nos hubiésemos ahorrado mucho dinero e infinidad de disgustos. Es inútil llorar sobre la leche derramada, pero conviene recordar ciertos hechos para delimitar correctamente responsabilidades a la hora de contemplar el caos actual. Cuando una fiera confinada devora a sus víctimas, la culpa no es del carnívoro, sino del imprudente que le ha abierto la puerta de la jaula.
Y así, de concesión en concesión, de renuncia en renuncia y de regate en regate del PP y del PSOE durante cuarenta y cinco años hemos llegado a la dramática situación actual, con el gobierno de la Nación pendiente del chantaje de un golpista enajenado prófugo de la justicia, de los legitimadores del asesinato como forma de acción política y de una organización de raíces integristas que considera al resto de los españoles una raza inferior que le debe vasallaje y tributo. En contexto tan estimulante, el lehendakari, con la exquisita educación característica del ladrón de guante blanco, ha propuesto una convención constitucional basada en la Disposición Adicional Primera de nuestra Ley de leyes, que “ampara y respeta los derechos históricos de los territorios forales”, que se podrán actualizar en el marco de los Estatutos de Autonomía y de la Constitución. Para empezar, ni Cataluña ni Galicia son territorios forales, categoría a la que únicamente pertenecen el País Vasco y Navarra, por tanto, la argucia de Urkullu no parece muy solidaria con sus compañeros nacionalistas catalanes y gallegos. En segundo lugar, la pretensión de que la Disposición Adicional Primera permite fantasías tales como la “capacidad de decidir”, el “bilateralismo” y la “plurinacionalidad” cabrá en los delirios del Euskadi Buru Batzar, pero no en la Constitución. No hay camino legal para introducir semejantes conceptos en nuestro ordenamiento. Afectan de lleno al Título Preliminar de la Norma Suprema y por consiguiente requerirían una reforma constitucional de acuerdo con el artículo 168 de nuestra Ley Fundamental, es decir, dos tercios del Congreso y del Senado, disolución de las Cámaras, ratificación también por dos tercios del nuevo parlamento y a continuación referéndum nacional. Una bagatela, vaya.
La ley y su cumplimiento es la garantía de la paz civil y cuando se ignora este principio democrático elemental los acontecimientos pueden desbordarse, como sucedió en Cataluña el 1 de octubre de 2017
La convención constitucional que se saca de la manga el lehendakari es un truco artero para orillar la verdadera naturaleza de lo que demanda, una modificación sustancial de la Constitución en su parte más sensible. En otras palabras, lo que el PNV le pide a Sánchez es que se salte el orden legal vigente, que sea un Puigdemont cualquiera. Puede ser que el jefe de Gobierno en funciones, cegado por su ansia irrefrenable de mantenerse en La Moncloa, intente una martingala confiando en que su acólito Conde Pumpido y sus secuaces en el Tribunal Constitucional la den por buena. Si cometiese semejante desafuero, estableciendo de facto dos clases de españoles, unos de primera, los residentes en las denominadas indebidamente “comunidades históricas”, y otros de segunda, los demás, se expone a que las cosas se le vayan de los manos y entremos en una etapa de agitación social y violencia desatada de consecuencias imprevisibles. La ley y su cumplimiento es la garantía de la paz civil y cuando se ignora este principio democrático elemental los acontecimientos pueden desbordarse, como sucedió en Cataluña el 1 de octubre de 2017, donde si no se produjo una tragedia fue porque la Providencia no quiso, pero no conviene abusar de su tutela. La historia es maestra de la vida y se supone que, aunque no es persona de gran bagaje cultural, Pedro Sánchez tiene una somera idea de lo acontecido en España durante la II República y la contienda civil posterior. Todos conocemos su absoluta carencia de principios y de escrúpulos éticos, pero entre cometer barrabasadas prodigando mentiras y jugar con fuego, hay una diferencia. El que la olvida, se abrasa.