Miquel Giménez-Vozpópuli
El Tribunal Supremo ratifica que existen pruebas suficientes para acreditar que Convergencia cometió un delito continuado de tráfico de influencias. El tres por ciento famoso
Dispensen que abra un paréntesis en plena pandemia, pero hay virus tanto o más terrible que el de la covid-19. Me refiero a la corrupción institucional. Los convergentes se han pasado décadas dando sermones acerca de lo ladrones, corruptos e infames que eran los demás. “A partir de ahora, no nos pueden dar ninguna lección de moralidad”, vociferaba Jordi Pujol desde el balcón de la Generalitat ante la querella por el caso Banca Catalana, que todos tuvieron que envainarse. Aquel “hombre de estado” les hacía falta para cometer sus tropelías, así que como perro no come perro, todos se hicieron amiguísimos y aquí paz y en Panamá las cuentas off shore. Pero la Justicia, aunque lenta, torpe y no exenta de errores, ha acabado reconociendo lo que el más tonto sabía: en Convergencia hubo tráfico de intereses, sobres bajo la mesa y desvío de fondos hacia bolsillos poco honorables.
Jamás un partido político tan íntimamente ligado con la corrupción ha sido tan vocinglero a la hora de intentar desviar la atención cuando de examinar sus cuentas se trataba. Ni el propio PP, que tiene muchísimo por qué callar en materia de llevárselo crudo, o ese PSOE del que el mundo mediático calla como putas cuando de los ERE se trata, osaron reconvertir sus vergüenzas en caso de lesa patria. Ni Felipe ni Aznar dijeron jamás que les atacaban por ser españoles y que al hacerlo se metían también con España. En cambio, los Pujol y asociados han martilleado ese eslogan barato y más propio de dictaduras bananeras –Cataluña ha sido una dictadura disimulada como democracia– no han dejado de repetir que se les atacaba por ser catalanes, por defender a Cataluña, por devenir salvadores de una patria que, caso de existir, merecería mejor suerte que la de caer en tan sucias manos.
No entraremos a pormenorizar en la sentencia porque habla de asuntos que, de tan conocidos, han acabado por ser lugares comunes. Destacar, si acaso, que la Justicia da por probado el delito, que las comisiones de Ferrovial se pactaban directamente con el tesorero de Convergencia que, cito textualmente, “Se comprometía a obtener la adjudicación de la obra X por el importe pactado a través de las diversas administraciones que el partido gobernaba”. Es decir, “El porcentaje pactado con Convergencia se abonaba, bien en efectivo al tesorero de este partido, bien a través de convenios simulados con la Fundación Trías Fargas –posteriormente reconvertida en la CatDem–, bien abonando facturas de obras o servicios prestados a Convergencia como si hubieran sido prestadas a Palau”. Lo dice el Supremo.
Por cierto, Sánchez, ¿se ha leído ya esta sentencia que afecta a los que quiere tener sentaditos en una mesa de diálogo, o está muy liado desescalando por fases a la nación?
Todo el tinglado hubiera sido imposible sin el concurso de los máximos dirigentes convergentes, los responsables que gobernaban la Generalitat y un número de funcionarios que estaban en el ajo. Contribuyeron a que el edificio de corrupción más descomunal en España, aún más que la trama Gürtel, funcionase como un reloj suizo durante décadas. Era el “oasis catalán” en el que los periodistas miraban hacia Sebastopol a cambio de jugosos beneficios; un paraíso en el que quien osaba denunciar ese estado de cosas sufría la muerte civil emitida desde Presidencia; era un pantano hediondo en el que la supuesta izquierda catalana fingió no saber nada, y cuando a Maragall se le escapó la frase del tres por ciento tuvo que meterse la lengua debajo del bigote.
Así se licitaba la obra pública en esta tierra y por eso, cuando la crisis empezó a poner las cosas serias y esos grandes patriotas no tuvieron el menos empacho en recortar todo lo recortable menos sus sueldos y sus ventajas, se lanzaron de cabeza a la aventura separatista. Fue una huida hacia adelante. Si alguien se oponía era un traidor a Cataluña, a su historia, a su independencia, a su lengua, a su cultura. Lo mismo que hacen ahora con los periodistas críticos, a los que nos califican de miembros de la extrema derecha. Insulta y difama, que algo queda.
Así seguimos, solo que, a partir de ahora, los que estamos en frente de esa maquinaria de chanchullos podremos, sentencia en mano, decirles que son oficialmente corruptos. Lo dice el Supremo, caballeros. Ya pueden seguir matándose entre ustedes a ver quién la tiene más grande. La estelada, digo.
Por cierto, Sánchez, ¿se ha leído ya esta sentencia que afecta a los que quiere tener sentaditos en una mesa de diálogo, o está muy liado desescalando por fases a la nación? Se lo comento porque igual a Iván Redondo no le ha dado tiempo de decírselo.