Esteban López-Escobar
  • pensó que estaba hablando ya no con un fantasma, sino con el fantasma de un gallego y sintió, repentinamente, una comezón inesperada. A un gallego, incluso muerto, hay que preguntarle si va o viene, si sube o baja. Y comenzó a temer que aquel agradecimiento estuviera envenenado

Por fin había llegado la noche. Y, con ella, el momento de hacer un breve –o no tan breve- examen de los bulos del día. Parte de sus cientos de asesores, bien retribuidos con los impuestos de los ciudadanos, seguían trabajando –es un decir- mientras él, «el puto amo», como lo bautizó uno de sus seguidores más entusiastas, podía descabezar un sueño.

Posiblemente ya no iba a necesitar el paripé de unos días de vacación para decidir la estrategia que le permitiría continuar al frente del Gobierno del país. Su manual de resistencia funcionaba día a día, minuto a minuto. Y su fábrica de fango trabajaba sin tregua, como una dana permanente, con los ministros repitiendo -con la inagotable tozudez del papagayo- las consignas marcadas cada día por la propaganda.

Se levantó y comenzó a caminar por un pasillo que le llevaba a la habitación. Pero algo lo sobresaltó: difusa, como difusos suelen ser los fantasmas, vio una figura casi insignificante. Se parecía a un varón maduro, algo rechoncho, y ya sin pelo. Un anciano que, paradójicamente, desprendía un halo de cierta autoridad, como si el mando para él fuera algo acostumbrado.

Siguió avanzando, aunque más lentamente. Los fantasmas son cosa del pasado, producciones de la fantasía, criaturas de la imaginación. ¿Por qué asustarse por su presencia? Ya estaba a pocos metros de aquella figura inmóvil, casi impávida, cuando creyó saber quién era. No lo había conocido personalmente. Cuando aquel anciano había muerto, el «puto amo» ni siquiera tenía cuatro años. No llegó a ver la interminable cola de personas que desfilaron ante su cuerpo expuesto, ya sin vida, instalado en la capilla ardiente del Palacio Real. No llegó a ver la participación del adolescente Mohamed, nacido en 1963, en los actos fúnebres. Mohamed, nueve años mayor que él, sucedió a su padre Hassan II como Rey de Marruecos.

Ya sólo estaban a tres metros de distancia. Y el fantasma habló con voz un tanto aflautada:

-Vengo a agradecerte que me dediques todo un año.

¿Agradecer?, se preguntó. ¿No sabe acaso que lo que quiero es denostarlo con cien eventos que me están preparando? Pero pensó que estaba hablando ya no con un fantasma, sino con el fantasma de un gallego y sintió, repentinamente, una comezón inesperada. A un gallego, incluso muerto, hay que preguntarle si va o viene, si sube o baja. Y comenzó a temer que aquel agradecimiento estuviera envenenado.

-Agradecérmelo, ¿por qué?, le preguntó al fantasma, al que en vida habían llamado Generalísimo.

-Ivy Lee, un predecesor de las ideas de la propaganda, aseguraba que «lo importante es que hablen de ti, aunque sea mal». Y una de las máximas del famoso pintor hispanocatalán Salvador Dalí, que era un provocador, era que «lo importante es que hablen de ti, aunque sea bien». Te has propuesto que hablen de mí.

El puto amo se estremeció por un momento. ¿Podría su proyecto tener un efecto bumerán que le rompiera su fotogénica nariz? ¿Podría salirle el tiro por la culata, acaso? Se tranquilizó pensando en su acreditada capacidad para el bulo, las campañas de humo, los conejos sacados de la chistera, las mentiras rotundas, en suma su capacidad de prestidigitación. Pero, con todo, sentía la urgencia de ir al baño, y le asustaba que el fantasma –que en vida aguantaba muy bien las urgencias- le retuviera peligrosamente. No se atrevía a darle un manotazo y quitarlo de en medio. No sabía qué podía pasar: aquel fantasma había ganado una guerra civil y había gobernado durante treinta y cinco años a un pueblo ingobernable. Él sólo tenía una experiencia de pocos años de chanchullos que, además, estaban a punto de llevarlo ante los tribunales: ya todo su entorno estaba allí. Pero le pudo, como otras tantas veces, la arrogancia. Y dijo abruptamente:

-Le voy a pulverizar. No dejaré piedra sobre piedra de su herencia.

Hubo un silencio que resultó algo largo. Y, tras él, el fantasma –con una leve sonrisa- dijo unas pocas palabras y se desvaneció.

-Joven, le dijo, para destruir mi herencia podrías comenzar por este Palacio de la Moncloa, que se construyó entre los años 1949-1954, en un tiempo relativamente temprano de mi magistratura, que ahora ocupas a base de trampas y mentiras. Mientras tomas esa decisión yo pasearé por esta casa, recordándote quién eres y qué eres. Y gracias otra vez por los festejos del 2025.

El jefe del gobierno se frotó los ojos, y notó la necesidad apremiante de correr al cuarto de baño. Notó enseguida el relax, y se dispuso a ponerse el pijama, pero lo hizo sin poder evitar que quizás en el futuro –ya más próximo- tendría que ponerse uno de rayas o de color naranja.

  • Esteban López-Escobar es periodista, doctor en derecho y doctor en comunicación