Insiste el lehendakari en que el suyo es un «plan de convivencia», pero paa ello habría que empezar por casa
Insiste el lehendakari en que el suyo no es un plan de ruptura sino de convivencia. Lo que busca con su propuesta es sentar las bases para lograr «un modelo de convivencia amable con España». Insiste en su discurso y yo me pregunto si para ese viaje hacen falta esas alforjas, porque tengo la impresión de que la convivencia de los vascos con España es ya de lo más amable. O, al menos, la convivencia de los vascos en España. En fin, dejémoslo en que la convivencia de los españoles con los vascos que circulan por España es de lo más amable. Esto que digo es más que una impresión. He pasado unos pocos días en una comunidad autónoma cercana, paradigma de la supuesta España profunda, en la frontera misma con esas otras dos comunidades autónomas que acaban de sufrir la salida de ETA de su letargo. Ni el acendrado castellanismo de esas tierras ni el criminal aguafiestismo de nuestros compatriotas (porque si bien no ponen bombas porque son vascos, son vascos aunque pongan bombas) ha impedido que decenas de vascos campáramos a nuestras anchas por esas tierras, enarbolando con normalidad (en la mayoría de los casos) y con un cierto orgullo pueblerino y fuera de lugar (en otros) las más variadas señas de nuestra identidad: desde el euskera, que se mezclaba con naturalidad con el castellano en las calles, los parques y los restaurantes; hasta las matrículas BI y SS; pasando por las camisetas del Euskaltel, el Athletic o la Euskal Selekzioa, bicrucífera incluida. Pues bien: nada, ni un mal gesto, ni un desaire, ni una mirada torva, ni un conato de enfrentamiento; nada de esto turbó ni por un segundo el apacible clima vacacional que todos disfrutábamos.
¿Tal vez porque una buena parte de quienes hablaban en euskera, conducían coches matriculados en Gipuzkoa o vestían camisetas naranjas o rojiblancas eran vascos que pasaban sus vacaciones en la tierra de sus padres, o castellanos que volvían a sus pueblos desde la Euskadi a la que emigraron hace decenas de años para trabajar? Tal vez; tal vez la clave de esta convivencia amable haya que buscarla en el mestizaje que durante siglos, y particularmente en los últimos cien años, se ha producido entre Castilla y el País Vasco. Un mestizaje no sólo forzado por la necesidad (lo cantaba como nadie Imanol Larzabal: «Ene Segurako aitonak ogia behar zuenean Castillara joaten zen jornalaritzara, morrointzara. Castillako jornalariek ogia nahi dutenean Goierrira joaten dira jornalaritzara, fabriketara»), sino forjado por los lazos del amor (mi bisabuela materna era de La Bañeza). Pero con ser esto muy significativo, no se trata sólo de eso. Recordemos el atentado de hace dos años en Santa Pola, donde fallecieron un adulto y una niña de seis años: tampoco allí se produjeron rupturas de la convivencia entre vascos-veraneantes y españoles-residentes. Y ahora pensemos en una situación análoga a la que describía hace unas líneas. Pensemos en una localidad vasca, la que sea, no hace falta que se trate de un pequeño pueblo; pensemos en que por la misma se pasean, toman potes, hacen deporte veraneantes que hablan castellano, conducen coches con matrícula de Madrid y visten camisetas de la selección española. Lo primero y lo segundo, pase (según cuándo y donde), pero ¿y lo tercero?
El lehendakari habla enfáticamente de construir un modelo de convivencia amable con España, pero se equivoca en su diagnóstico. Es aquí, en su casa y la mía, donde resulta urgente desarrollar una pedagogía política que nos haga ser tan convivenciales y amables, al menos, como lo son con nosotros. Pero esto no parece preocuparle. Peor aún, de tanto insistir en la necesidad de poner en marcha un complejísimo proceso de ingeniería política para la convivencia amable con España, se ha acabado por interpretar que tal convivencia amable no existe. Es como si, después de haber vadeado durante años un arroyo sin mayores dificultades, saltando de piedra en piedra, sólo en ocasiones sufriendo algún resbalón cuya consecuencia más grave no iba más allá de unos pies mojados, nos encontráramos ahora esperando a que se construya un aparatoso puente que nos permita un paso seguro. Y en esas estamos: esperando a que el puente se inaugure con el fin de poder, ahora sí, convivir amablemente con quienes siempre, hasta en los peores momentos, nos han recibido con los brazos abiertos.
Imanol Zubero, EL PAÍS/País Vasco 10/8/2004