Ignacio Camacho-ABC
- La autonomía de la Justicia es el dique institucional de esta legislatura. Y soporta más presión política que nunca
Incumplir el mandato de renovación de los órganos constitucionales es un acto de obstruccionismo, si no de desacato o desobediencia, impropio de un partido de Estado. Lo que significa que, en términos weberianos de ética de la responsabilidad, Pablo Casado está en la obligación de acceder a renovarlos, sobre todo esa cúpula del poder judicial que lleva caducada dos años. Su negativa, argumentada sobre pretextos débiles y circunstanciales, es inaceptable en abstracto y en la práctica incurre en el mismo vicio que tantas veces ha reprochado a Sánchez: el filibusterismo pragmático, la subordinación a intereses tácticos de los deberes institucionales implícitos en el ejercicio del liderazgo.
Sin embargo, y pese a la endeblez de sus excusas, el bloqueo aplicado por el Partido Popular es la única herramienta autodefensiva de que dispone en esta legislatura que el presidente ha trufado de anomalías legales y maniobras turbias. Sin salir del ámbito de la Justicia, el nombramiento de una ministra como fiscal general es un gesto que contamina la independencia de poderes y la desafía con arrogancia impúdica. Y Podemos, el socio gubernamental, no se ha recatado nunca de cuestionar las sentencias de la magistratura y de acusar a los jueces de conspirar contra el resultado de las urnas. Es el Ejecutivo el que ha embarrado el terreno con toda clase de artimañas sucias, y en esas condiciones no puede aspirar a un pacto que necesita de una mínima base de lealtades mutuas. Se le nota demasiado el interés por someter con premura al estamento que con mayor autonomía se resiste a su proyecto de ocupación absoluta de la sociedad civil y de la función pública.
Para la mayoría de los ciudadanos, por otro lado, el sistema de elección del CGPJ responde a una fórmula de reparto obsceno, una cooptación partidista que ni siquiera se molesta en disimular la crudeza del procedimiento. Casi todos los partidos -incluido recientemente el PP, aunque durante años se ha prestado sin problemas al juego- llevan en sus programas la reforma de ese método que menoscaba la apariencia de imparcialidad de los nombramientos para plazas vacantes en las Audiencias o el Supremo. Cualquier pacto debería estar condicionado a ese objetivo estratégico que ahora mismo no forma en absoluto parte de los planes de un Gobierno obsesionado con allanar cualquier impedimento a su modelo de desvío constitucional encubierto.
El derecho de veto es un arma de doble filo que Casado debe manejar con tiento porque es obvio que está dilatando adrede el proceso y saboteando un imperativo específico del Parlamento. Pero también constituye su mejor baza para evidenciar el concepto arbitrario, selectivo y ventajista que Sánchez tiene del consenso. Y alguna vez alguien le tendrá que demostrar que la democracia es un sistema de contrapesos y que en política los acuerdos tienen siempre un precio.