El regreso de Juan Carlos I a España invita a pensar sobre su abdicación. Invita a preguntarse si en junio de 2014 cedió el trono para asegurar la continuidad de la Monarquía y evitar al país tensiones institucionales a causa de sus propias irregularidades, o si lo hizo fundamentalmente para liberarse de sus obligaciones. Porque es inevitable interpretar su actitud de estos días, su decisión de encontrarse con su hijo tras un fin de semana de regateo en Sanxenxo, como una suerte de desquite con el que viene a recordar a Felipe que ostenta la Jefatura del Estado porque él se la cedió libérrimamente.
Aunque, según recuerda la ley orgánica que constitucionalmente recogió la renuncia del después emérito, la sucesión en Felipe VI fue cosa de las Cortes. Pero el texto firmado entonces por Juan Carlos de Borbón ante el presidente Mariano Rajoy y conocido por Alfredo Pérez Rubalcaba recurre a sobreentendidos para eludir motivos inmediatos, hasta afirmar que «Mi hijo, Felipe, heredero de la Corona, encarna la estabilidad, que es seña de identidad de la institución monárquica». Lo que concedería al patrón del ‘Bribón’ la posibilidad de revertir moralmente la abdicación hasta alentar conscientemente un ‘juancarlismo’ que ensombrezca el reinado de Felipe VI.
La asociación Concordia Real Española hizo público esta misma semana un informe que estima los resultados económicos y de empleo de los 224 viajes al extranjero de Juan Carlos I durante su reinado entre 1978 y 2014: cuando menos 62.000 millones de euros con la creación de 2,4 millones de puestos de trabajo. Lo que supondría un rendimiento medio de en torno a 2.000 millones al año, más 66.666 contratos laborales. El sobreentendido que transmite es que hay servicios públicos impagables que, por ello, se convertirían en sacrificios personales. Es lo que se alegaba en torno a Jordi Pujol y su familia. Y lo que ha lavado la conciencia de miles de responsables institucionales condenados por corrupción. Imaginemos que la inteligencia artificial utilizada por Concordia Real Española se aplicase a la trayectoria de todos los cargos públicos que han sido desde la Transición en sus viajes y gestiones. La factura de los impagables sería tan colosal que haría desaparecer el Estado. Especialmente si el sobreentendido presupone que toda dedicación pública da derecho moralmente a sobresueldo comisionista.