Carlos Sánchez-El Confidencial
España no ha aprendido de su pasado. El sectarismo y la incompetencia se han apoderado de la política. Se puede perder otra oportunidad histórica de salir unidos de una crisis
La idea de que es la guerra, y no la paz, quien construye las naciones no es nueva. Y, de hecho, hay numerosos ejemplos.
EEUU se consolidó tras una cruenta guerra civil e Inglaterra no se entendería sin el caos y la tiranía de Oliver Cromwell; la republicana Francia es hija de la revolución y sus excesos, y hasta Italia, la última en nacer, es fruto del empeño de Garibaldi por unificar el país tras sucesivas contiendas territoriales (ayer celebró el 75 aniversario de la liberación cantando el ‘Bella Ciao’ desde los balcones). Las guerras de independencia en la América española y en el África colonizado por los europeos son, igualmente, el cemento con el que se construyeron docenas de naciones a lo largo de los siglos XIX y XX, e, incluso, la India nació en torno a una larga lucha contra la metrópoli.
España, una de las naciones más viejas de Europa, ha tenido pocas oportunidades de reconocerse como nación. Probablemente, porque las guerras, desde que comenzó a configurarse como Estado-nación, han sido contra nosotros mismos. Desde la guerra de sucesión de los primeros años del siglo XVIII, que entronizó a los Borbones, hasta la guerra civil, que no fue más que el cierre cruel del siglo XIX, como muchos historiadores han puesto de manifiesto, y que explica lo que los regeneracionistas llamaban el atraso histórico de España.
Se generan dos movimientos en direcciones opuestas que pueden explicar las dificultades para integrar al país en torno a unos símbolos
En medio, tres guerras carlistas e innumerables asonadas militares protagonizadas por el espadón de turno. Solo la guerra de la independencia contra Napoleón unió a los españoles, pero el ahorcamiento de Rafael del Riego en la plaza de la Cebada, en Madrid, liquidó temporalmente el espíritu y la letra de la Constitución de 1812.
España pudo recuperar durante las dos guerras mundiales del siglo XX el sentimiento como nación, que, como decía Ernest Renan, no es más que la voluntad de pertenecer a una comunidad, pero su aislamiento —en la paz y en la guerra— hizo posible que estuviera ausente de las dos grandes contiendas del siglo XX.
Dos fuerzas antagónicas
Esas disrupciones constantes en el proceso de construcción nacional pueden explicar mejor que nada la proliferación de identidades en un territorio con orografía muy variada, lo que históricamente ha propiciado que el país navegue políticamente entre un movimiento centrípeto, es decir, centralizador, y otro centrífugo, favorable a la construcción de un territorio complejo, pero que, a menudo, ha acabado por ser disgregador. Y ahí está el cantonalismo o la cuestión catalana para demostrarlo.
En definitiva, dos movimientos en direcciones opuestas que pueden explicar las dificultades para integrar al país en torno a unos símbolos y a unas instituciones comunes, que, al fin y al cabo, son los instrumentos que identifican a una nación.
Muchos han dicho en las últimas semanas que la guerra contra la pandemia es ‘nuestra guerra’. O, al menos, la de las generaciones que solo conocen la paz desde 1939. Al margen de la oportunidad de utilizar lenguaje bélico para calificar algo que no lo es, es cierto que pocas ocasiones, como las actuales, son tan propicias para cimentar una idea común de España en torno a la construcción de un espacio propio en el que quepan todos, independientemente de su ideología, de su posición social o del lugar de nacimiento.
No parece que España camine ahora en esa dirección. Muy al contrario, todo indica que en la medida en que la pandemia se vaya sofocando se irán ensanchado las diferencias. Sigue habiendo demasiado tacticismo en la política española que nubla las luces largas. Solo en la Transición el país fue capaz de mirar hacia adelante, pero ese espíritu se fue diluyendo a medida que crecía el empobrecimiento intelectual de una clase política incapaz de leer los renglones de la historia.
Cuanto peor, mejor
No es nuevo. Ya sucedió en la anterior crisis, cuando, en lugar de buscar una estrategia de salida común se buscó un enfrentamiento estéril. De hecho, tuvo que ser la abstención de CiU, CC y UPN quien salvó a España de ser rescatada por Europa en mayo de 2010. Desde el célebre ‘cuanto peor mejor’ de Montoro hasta la incapacidad de Rodríguez Zapatero para admitir que la gestión de la crisis había sido una calamidad. ¿El resultado? Se pusieron las bases de un sistema político más fragmentado —con la ayuda de la deslealtad de los independentistas catalanes— que ha acabado por provocar cuatro elecciones generales en apenas cuatro años.
Aún es pronto para saber qué pasará cuando las calles, todas las calles, vuelvan a ser esas grandes alamedas de libertad que cantaba Pablo Milanés, pero ya hay pocas dudas de que los partidos —Arrimadas es quien está haciendo una oposición más constructiva— se están aprovisionando de munición para cargar contra el adversario. Si Ciudadanos no hubiera abandonado esa línea, dicho sea de paso, otro gallo le hubiera cantado a la formación naranja.
El sectarismo y la inutilidad de la política, más de allá de publicar reales decretos de forma casi rutinaria, se han impuesto. Los que forman parte del Gobierno —en esto están juntos Sánchez e Iglesias— cargan su arsenal para culpar a los recortes de las enormes dificultades del sistema nacional de salud para enfrentarse a la pandemia. Mientras que Casado, que utiliza el apoyo a las sucesivas prórrogas del decreto de alarma como una especie de salvoconducto para demostrar que él es un hombre de Estado, irá subiendo el tono en sentido inverso a la pandemia en busca de nuevas elecciones. En otras palabras, una especie de reivindicación del célebre ¡váyase, señor González! de Aznar, pero versión Sánchez.
En una situación normal, ese comportamiento puede ser hasta comprensible, pero no cuando los restos del naufragio que van a llegar a la playa serán dramáticos y pondrán a prueba no solo la solidez del Gobierno, sino, también, la calidad del sistema político.
Lo peor, en el terreno económico está por venir, y llegará cuando las colas de Cáritas crezcan de forma vergonzante, como explicó hace unos días en este periódico David Brunat, mientras que, en paralelo, las del desempleo vuelvan a ensombrecer las calles.
La vena activista de Iglesias
Se verá entonces si Iglesias será solidario con un Gobierno obligado a gestionar el futuro de más de cinco millones de parados y con un Estado endeudado hasta las cejas, lo que limitará su capacidad de gasto. O si, por el contrario, le podrá esa vena activista que nunca le ha abandonado, pero que es incompatible con políticas de largo recorrido que obligan cada mañana a comer sapos y a pactar con el adversario.
El tiempo dirá qué pasará con este Gobierno y con la oposición, pero hay pocas dudas de que en tiempos de reconstrucción nacional no basta con poner sobre la mesa decenas de miles de millones de euros. La salvación vendrá de poner los cimientos de un nuevo modelo productivo que, necesariamente, será distinto al actual. Y en el que hoy ni piensa el Gobierno, más allá de lugares comunes —ni hay papeles ni hay informes—, ni lo hace Casado, ambos jaleados por sus respectivos medios de comunicación amigos.
¿Dónde está el Gobierno en la sombra de Casado para que los ciudadanos visualicen una alternativa?
El primero, arrastrado por una incapacidad manifiesta para prever, planificar y pactar una respuesta global al virus, y el segundo por la inconsistencia e incompetencia de la mayoría de sus dirigentes, más preocupados por la propaganda política y por la utilización sectaria de los símbolos que por apuntar soluciones. ¿Dónde está el Gobierno en la sombra de Casado para que los ciudadanos visualicen una alternativa? ¿Cómo es posible que las farmacias sigan todavía hoy desabastecidas y a la ministra de Industria no se le caiga la cara de vergüenza?
A veces se olvida que el llamado ‘milagro económico’ alemán no fue solo un proyecto de reconstrucción nacional. Eso mismo lo hicieron muchos países devastados por la contienda. Por el contrario, al mismo tiempo se firmó un nuevo contrato social basado en unos objetivos comunes: la cohesión social, la igualdad de oportunidades a través de las políticas públicas, la separación real de poderes o la colaboración en las fábricas entre trabajadores y empresarios. En definitiva, la reinvención de un país asolado por una calamidad, como es cualquier guerra.
No fue un camino fácil. Pero se hizo. Incluso, con la incomprensión de muchos. Se cuenta que el general Clay, jefe de las fuerzas de ocupación de EEUU, comentó en una ocasión a Ludwig Erhard, el padre del milagro alemán: «Todos mis asesores me dicen que sus medidas son desaconsejables». A lo que Erhard le respondió: «Es curioso. Los míos me dicen lo mismo». Pero el país salió adelante.