Javier Tajadura-El Correo

Los poderes ordinarios del Gobierno no son suficientes para hacer frente con éxito a una crisis sanitaria. Hay que recurrir a poderes extraordinarios

El Covid-19 o coronavirus ha irrumpido en el escenario político y económico mundial como un ‘cisne negro’, esto es, un acontecimiento imposible de predecir y de efectos igualmente inciertos. El Gobierno italiano se ha visto obligado a aislar a 16 millones de personas para contener la expansión del virus; en nuestro país, todos los centros educativos de Vitoria se han cerrado; en otros lugares (Madrid, La Rioja), grupos de personas sospechosas de estar contagiadas han sido sometidas a aislamiento. Nos encontramos en una fase de «contención» en la que el objetivo fundamental es evitar que se produzcan contagios masivos que podrían provocar el colapso del sistema sanitario. Para ello las decisiones individuales tienen una eficacia limitada. Es preciso que los poderes públicos tomen decisiones colectivas. De nada sirve no ir al cine o a cualquier evento -para evitar contagio- si hay que subir en el ascensor con alguien que ha ido y ha podido contagiarse.

En un régimen autoritario como es el caso de China, donde se inició la crisis, el Gobierno no tiene límites para restringir los movimientos y las actividades de los ciudadanos. Con un solo decreto el Gobierno chino pudo establecer el aislamiento de 60 millones de personas. Y hay que reconocer que, de momento, parecen haber contenido la expansión del coronavirus. En regímenes democrático-liberales como los nuestros, las garantías de la libertad individual -en circunstancias de normalidad- son incompatibles con determinadas medidas como el aislamiento forzoso o la supresión de manifestaciones, oficios religiosos, etcétera. Por ello, en un régimen constitucional, los poderes ordinarios del Gobierno no son suficientes para hacer frente con éxito a una crisis sanitaria. Es preciso recurrir a los «poderes extraordinarios» que toda Constitución regula en el marco de las situaciones de emergencia.

En este contexto, en España, todas las medidas adoptadas hasta ahora lo han sido al amparo de la Ley Orgánica 3/86 de Medidas Especiales en materia de Salud Pública que permite «hospitalizar o controlar individuos» en contra de su voluntad cuando suponen un peligro para la salud pública. Al margen de ello, resulta muy discutible que los poderes públicos puedan suspender manifestaciones (como se sugirió en relación con las del 8-M), restringir con carácter general la libertad de circulación de personas o imponer prestaciones personales obligatorias. Para poder adoptar esas y otras medidas nuestro ordenamiento jurídico ya prevé un instrumento específico: el «estado de alarma» recogido en el artículo 116 de la Constitución y desarrollado por la Ley Orgánica 4/81, de 1 de junio. El estado de alarma es el mecanismo constitucionalmente previsto para que el Gobierno asuma unos poderes extraordinarios de los que no dispone en situaciones de normalidad para enfrentarse con éxito a una posible epidemia.

La competencia para declarar el estado de alarma es del Gobierno, que puede decretarlo en todo o en parte del territorio nacional, y por un plazo de quince días (prorrogable con autorización expresa del Congreso de los Diputados) cuando se produzcan determinadas situaciones que la ley precisa. Entre ellas ocupan un lugar destacado las «crisis sanitarias, tales como epidemias». No cabe duda de que la expansión del coronavirus es un supuesto de hecho que justifica y exige la declaración del estado de alarma. Declaración que solo se ha producido una vez en nuestra historia reciente por parte del Gobierno de Rodríguez Zapatero en diciembre de 2010 cuando el abandono de sus puestos de trabajo por parte de los controladores aéreos provocó la «paralización de servicios públicos esenciales para la comunidad».

El estado de alarma faculta al Gobierno central, o por su delegación, a los presidentes de las comunidades autónomas afectadas para «limitar la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados» (art. 11. a). También le habilita para «imponer prestaciones personales obligatorias» (art. 11 b) como podría ser necesario si el personal sanitario resulta desbordado y es preciso movilizar a sanitarios de empresas privadas o inactivos.

Todo lo anterior pone de manifiesto la conveniencia de que el Consejo de Ministros -sea en su reunión ordinaria o convocado de forma extraordinaria para ello- apruebe la declaración del estado de alarma. Con esa cobertura, podrá implementar las medidas necesarias para lograr la contención de la expansión del virus. Por otro lado, no es previsible que la declaración del estado de alarma resulte políticamente controvertida. No han surgido fisuras en la actuación coordinada del Gobierno y las comunidades autónomas. La oposición ha apoyado con responsabilidad las medidas adoptadas.