Pablo Sanguinetti-El Mundo
El autor reivindica el papel de la metáfora en la construcción del relato y analiza los fallos del Gobierno español para acercar a la prensa extranjera un desafío como el catalán en el que juegan dos realidades.
UNA PARTIDA de ajedrez, el botón nuclear, un teatro de sombras chinas. La crisis catalana encarnó símiles diversos en sus fases sucesivas. ¿Importa esto? Sí. La metáfora no es un mero adorno, como enseña la escuela, sino el principio que recorta y estructura la realidad, según explican George Lakoff y Mark Johnson en Metáforas de la vida cotidiana. El ajedrecista remite a estrategias minuciosas –acción y reacción, predicción y cálculo del otro– nada parecidas a la disuasión atómica o al delicado engaño de las sombras. A la hora de comprender y explicar, encontrar una metáfora es un acto de eficacia.
Esto vale aún más para la prensa extranjera, tan decisiva para la pieza más ansiada por la maquinaria independentista: la imagen internacional. Los corresponsales nos ocupamos de entender una realidad y trasladarla a un lector insertado en otra. Es una forma de «traducción» que va más allá de lo lingüístico y que quedó forzada al límite en un conflicto de corte tan retórico como el catalán, con sus ambigüedades deliberadas y tecnicismos: «Habrá 155 si hay DUI y DUI si hay 155». ¿Cómo explicarlo a un peruano, un chino, un ruso?
La sed de metáforas entre los corresponsales se advertía ya el 11 de septiembre en Barcelona. El río de banderas que recorrió el centro de la ciudad reunió por primera vez a varios colegas extranjeros. «Hasta ahora me ha costado vender el tema», me contó un amigo de un medio europeo. Hitos como las turbulentas sesiones del 6 y el 7 de septiembre en el Parlament –la ruptura decisiva con la Constitución– resultaban demasiado abstractos para un lector extranjero y apenas habían tenido eco internacional. La Diada, con su épica y sus coreografías en masa, ofrecía por fin una imagen concreta.
El ambiente familiar y festivo de la Diada me hizo pensar que también en la prensa española faltaba la metáfora justa. Ni los independentistas eran hooligans antisistema que odiaban España (muchos ni siquiera parecían conscientes de que se gestaba una ilegalidad), ni el Estado un órgano de maltrato a Cataluña. Pero parecía que, para poder articular una historia lógica, cada medio español había tenido que elegir cuál de esas dos realidades contar y cuál falsear.
«Es como fútbol. Va más allá de la razón. Cada uno defiende su equipo», comparó una amiga de Barcelona. Dos maestros jubilados que me invitaron a comer en L’Esquirol, el pueblo con mayor tasa de voto independentista, optaron en cambio por el símil familiar: «Tenemos un padre injusto», dijeron sobre Rajoy o España. «Es una familia rota por culpa del padre».
Cuando volvía en el tren a Madrid, recordé la metáfora con la que Stendhal define el enamoramiento. Si se arroja una ramita a las minas de sal de Salzburgo, explica, «al cabo de dos o tres meses está cubierta de cristales brillantes». Así la cabeza del amante: una vez hallado el amado, cualquier experiencia sirve para adornarlo y perfeccionarlo en la imaginación. También en Cataluña, instalada la idea original («la independencia mejorará todo»), cualquier hecho o argumento, aunque fuera en contra, solo podía reforzarla.
Mientras el interés internacional crecía a medida que nos acercábamos al referéndum y Puigdemont prodigaba su visión en medios de todo el mundo, el Gobierno español contraatacó ofreciendo algunos off the record para periodistas extranjeros. Muchos salieron decepcionados. A diferencia de lo que viví en mis años de corresponsal en Berlín, donde un alto funcionario aprovechaba el micrófono cerrado para adelantar datos que permitían luego cubrir mejor un tema, de los encuentros de Madrid resultaba casi imposible rescatar información nueva. El mensaje del Gobierno se reducía a una frase: «No habrá referéndum». Lo negativo es difícil de imaginar.
En un diálogo con Miriam Tey, vicepresidenta de Sociedad Civil Catalana, le pregunté si los «unionistas» no estaban perdiendo una batalla retórica. Si el Gobierno de Rajoy no debía ofrecer, además de argumentos jurídicos, un relato más emotivo e integrador. Su respuesta fue notable: «No vamos a utilizar las herramientas que criticamos. Lo que necesitamos no es una ficción alternativa a la de los independentistas. Lo que necesitamos es contrastar esa ficción con la realidad».
Pero lo cierto es que la mente humana procesa en forma de relatos. Y parte de la prensa extranjera no tenía ninguno preparado cuando, después de semanas de vaguedades y advertencias, la realidad irrumpió definitivamente el 1 de octubre. No sorprende que se escarbara en el cliché y el pasado: Franco, fiesta, Almodóvar, toro.
The New York Times, tal vez el diario más prestigioso del mundo, acompañó su crónica del 1 de octubre con un video de dos minutos de porrazos y ni una mención a que la Justicia había suspendido la consulta por inconstitucional: «Madrid se negó a reconocer el referéndum y advirtió de que impediría votar a la gente». El británico The Guardian se disculpó semanas más tarde por no haber contrastado mejor algunas informaciones y fotos de ese día. No cambió de opinión Jon Lee Anderson, de The New Yorker, que hasta hoy sigue coqueteando con la idea de una España fascista.
Mi percepción, bien diferente, fue la de un profundo silencio. La imagen de una persona golpeando a otra carece de retórica. Lo prueba el hecho de que, expuestos como estamos a las ficciones más brutales, nos sacuda tanto la más mínima agresión cuando es real. Madrid quedó sumida en una consternación muda que solo había percibido los días posteriores al 11 de marzo de 2004. Es otra historia que quedó marginada por la lógica confrontativa del periodismo: cuando la realidad se despojó de palabras, Cataluña y el resto de España sintieron la misma tristeza.
Siguieron los días más extenuantes y confusos que recuerde como periodista, y me consta que otros corresponsales comparten esa impresión. Las noticias normales tienen una vida: nacen, aburren, quedan enterradas por otras noticias. La crisis en Cataluña no. Un día D siguió a otro (una contradicción) y la situación se empantanó: hoy seguimos sin saber si Cataluña declaró o no la independencia. «Abrazad fuerte a los periodistas extranjeros que encontréis», se compadeció la revista Jotdown en Twitter.
APARECIÓ el cansancio. Una agencia escribió que Puigdemont reclamaba «medicación» internacional y una corresponsal en Barcelona que los manifestantes no se habían marchado «ni siquiatra» tras la supuesta independencia. La historia inconsciente de la crisis catalana está por escribirse.
Los tintes tragicómicos de la aparición de Puigdemont en Bruselas destaparon la caja de metáforas. El portal Politico tachó de «circo» su rueda de prensa y el diario argentino Clarín habló de un líder «en su laberinto». Los enredos del caso pudieron seguir entusiasmando en Reino Unido, cuna de la prensa amarilla, pero agotaron el tema para el riguroso periodismo alemán, que sentenció como «cobarde» a Puigdemont.
En mi caso, el giro inesperado de guion me remitió a la siempre surrealista realidad argentina. Sobran paralelismos: la llamada «grieta» –otra metáfora– que se abre ahora también en Cataluña, el hastío y el miedo a opinar, el discurso paternal y victimista, el desprecio a la ley, la confianza en que evadirla es gratis, las ficciones convertidas en verdad a fuerza de repetirlas, la mitad eufórica que se autoproclama el todo y olvida la diferencia de la otra mitad. Son rasgos instaurados en Argentina no por nacionalismos periféricos, sino por populismo. Y acaso alguna vez se concluya lo mismo sobre Cataluña.
Pasada la medianoche de una de las tantas jornadas «históricas» que en realidad no cambiaba nada, solo quedábamos un corresponsal alemán y yo en la redacción. Sobre la mesa había una caja de cartón con una pizza fría que nunca habíamos podido comer. Comentamos que llevábamos semanas durmiendo poco, soñando con Cataluña, sin informar de otro tema. Imaginé que miles de políticos, empresarios, padres, maestros, funcionarios podían decir lo mismo. El alemán miró la pizza: «Estamos como secuestrados». Pensé que esa metáfora valía también para España.
Pablo Sanguinetti es corresponsal en España de la Agencia Alemana de Prensa (DPA).