Corrupción, democracia, dictadura

JOSÉ MARÍA CARRASCAL, ABC 05/02/13

· Lo único claro es que el sistema que tan alegremente nos dimos en 1978 necesita una revisión a fondo si no queremos que se nos quede parado. Hay que corregir lo que hicimos mal, empezando por la acumulación de poder en los partidos, que son parte de la democracia, no «la democracia».

Corrupción la hay en todas partes y la hubo en todos los tiempos, bajo todos los regímenes. La causa es muy simple: el hombre es frágil, le cuesta resistir la tentación y ya decía Jesús que el más justo peca setenta veces siete cada día. Como consecuencia, la corrupción, como el pecado, es inevitable, al ir unida a la flaca naturaleza humana. Lo que no quiere decir que debamos rendirnos ante ella. Bien al contrario, debemos desplegar todo nuestro ingenio para combatirla, como ella lo despliega para proliferar. Y ya entrados en materia, déjenme establecer la diferencia entre pecado y corrupción, parientes de sangre. El pecado es la infracción de la ley divina, es decir un asunto entre cada criatura y su Creador. Y como el Creador tiene la manga muy ancha, basta una confesión privada, el propósito de enmienda y unas cuantas oraciones para que obtener el perdón. Mientras que la corrupción viola las leyes que nos hemos dado para una convivencia civilizada, por lo que el violador no puede irse de rositas. Necesita ser castigado, como ejemplo y como pena de su culpa. Pudiendo decirse que la historia de la Humanidad es un lento avance no sólo hacia la libertad, como decía Hegel, sino también hacia un mundo sin corrupción. Con lo que el grado de corrupción se convierte en baremo de cada régimen y de cada país.

Utilizando esa vara de medir, sorprende que en las democracias haya más corrupción que en las dictaduras. Pero se debe a una falsa perspectiva. En las dictaduras, la corrupción se oculta y no se persigue, a no ser que atente contra ellas o sus dirigentes. Podría incluso decirse que las dictaduras son de por sí corruptas al violar derechos fundamentales, aunque últimamente se haya encontrado en ambos extremos del espectro político un tipo de «dictaduras benignas»: las que, con recortes de libertades, permiten quemar etapas históricas a países retrasados. Rusia y China, por un lado, y Chile y España, por el otro, serían los ejemplos. El problema con esta teoría es que cuando esos países salen de tales dictaduras, toda la corrupción acumulada puede salir de golpe. ¿Es este nuestro caso? No me atrevo a asegurarlo, ya que el asunto requiere un análisis profundo, al que volveré algún día, y hoy prefiero no perder el hilo de lo que iba diciendo: en las dictaduras, la corrupción se oculta y no se castiga. En las democracias, sale a la luz y se castiga.

Según ese baremo, la España actual ¿es una democracia o una dictadura? Porque en España se dan, se denuncian, se airean casos de corrupción. Pero se castigan muy pocos, tarde y mal. Por una causa u otra —la prescripción del delito, un error judicial, un pacto entre acusados y fiscalía—, el caso es que a la cárcel van muy pocos corruptos, teniendo en cuenta el número de ellos que debe de haber, a juzgar por los saltos en el nivel de vida. Recuerden lo que se decía en la Transición: lo primero que hacía la nueva clase era cambiar de coche, de vivienda y de mujer, no necesariamente por este orden. Junto a otro dato preocupante: que esas airadas denuncias, acusaciones y cargos van siempre contra el rival, nunca contra el compañero de partido, al que se defiende con todo tipo de argucias, empezando por el socorrido «hasta que sea condenado, es presuntamente inocente». Algo tan maniqueo como corto de vista, pues la corrupción puede traer beneficios inmediatos, pero a la larga es una bomba de relojería. A no ser que esté en el mismo sistema, ofreciendo impunidad. Y esas sí que son palabras mayores.

Todo apunta a que lo que se busca con tales asonadas es el desgaste del rival, no eliminar el origen de la corrupción en la política, que no es otro que el enorme poder, dinero e influencia de los partidos. No anduvieron finos los padres de nuestra Constitución al dar un plus de representatividad a los mayores, por temor a la ingobernabilidad que trajo en el pasado su dispersión. Luego, en su empeño por hacer todo lo contrario que Franco, y dada su alergia a los partidos, pasaron a darles todo el poder. Con lo que pasaron a controlar, de entrada, el legislativo; desde ahí, el ejecutivo, y de remanguillé, el judicial. Poderes a los que no van a renunciar, como se ha visto en la última reforma de Gallardón, que mantiene ese poderío, en vez de devolver la Justicia a los jueces, como había prometido.

Las consecuencias de tal acumulación de poderes es mortal de necesidad. Si el poder corrompe, el poder absoluto corrompe absolutamente. El poder hay que fiscalizarlo, es el primer mandamiento de la democracia. Pero eso no interesa a quienes lo ostentan. Con el resultado de que los casos de corrupción se suceden cada vez más vertiginosamente, tapándose unos a otros y quedándose todo en algarada demagógica, en mitin electoral, en moralina hipócrita. Coinciden no sólo en la forma de atacarse, sino también en la de defenderse. Alegan con aire indignado que «la inmensa mayoría de los políticos son honrados». ¡Faltaría más! Pero no basta con que lo sean. Es necesario que impidan que broten a su lado los felones, que los denuncien, que los expulsen de sus filas. Pero ¿cómo van a hacerlo si son quienes los incluyen en sus listas? Donde puede estar el origen del problema. Y de la corrupción.

Estamos presenciando en España otro acto de la vieja farsa, Esta vez con el PP en la picota y el PSOE como acusador. ¿Cómo? ¿Pidiendo un cambio en la financiación de los partidos o en la ley electoral? ¿Dando más independencia a los jueces para perseguir a los corruptos? No, no. Pidiendo un debate parlamentario y la dimisión de Rajoy. Como si hubiera dimitido algún presidente por un escándalo o hubiese servido las comisiones parlamentarias para aclararlos. Lo que se busca es lo de siempre: debilitar al adversario y arrebatarle el poder. Ante lo que uno llega a la conclusión ya apuntada: que tanto o más que los hombres falla el sistema. Ese sistema que debería protegernos de la corrupción y, en realidad, la ampara, si no la fomenta.

Para volver al principio: ¿qué sistema tenemos en España? ¿Hemos pasado de una «dictadura suavizada por la corrupción», como un historiador definió el franquismo, a una democracia lastrada por la corrupción, como estamos viviendo? ¿O tiene algo de ambas cosas, sin ser ninguna de ellas?, algo muy español, por cierto. Lo único claro es que el sistema que tan alegremente nos dimos en 1978 necesita una revisión a fondo si no queremos que se nos quede parado. Hay que corregir lo que hicimos mal, empezando por la acumulación de poder en los partidos, que son parte de la democracia, no «la democracia». Y, por favor, nada de chapuzas, por muy españolas que sean.

JOSÉ MARÍA CARRASCAL, ABC 05/02/13