La corrupción política, la vulneración radical de nuestros principios y normas, es el desencadenante más rápido y certero para destruir a una democracia
La segunda acepción del diccionario de la RAE define el término “corrupción” como “el deterioro de valores, usos o costumbres”. La corrupción más grave, porque tiene efectos letales para la sociedad, y, al cabo, destruye la democracia, es la corrupción política.
Todo y cuanto estamos viendo en esta legislatura, que no cuenta aún un año, responde a un fenómeno de corrupción política. Aquel en que un gobierno en minoría se ve conducido a transigir con otras minorías cuyo fin no es sino la destrucción de nuestro sistema constitucional, al objeto de perseverar en un gobierno en el que se está aunque no se gobierna. Una corrupción política que deteriora los valores, los usos y las costumbres con las que nos hemos regido desde la instauración en España del sistema democrático.
El primer ejemplo de esa corrupción política es la ley de amnistía, absolutamente inconstitucional a los ojos de todos los miembros del gobierno del Sr. Sánchez hasta el 23 de julio del año pasado. En esa fecha, por mor de los resultados electorales, la amnistía adquirió repentinamente patente de corso, por la sencilla razón de que el Sr. Sánchez necesitaba los siete votos de Junts para obtener la investidura el pasado mes de noviembre. Como él mismo dijo, se trataba de hacer de la necesidad virtud, siempre en fuga del principio moral básico que previene que se ha de hacer de la virtud necesidad. Y así llegamos, en un caso escandaloso, a que el PSOE negociara esa investidura en Bélgica o en Suiza, con un prófugo de la justicia; y a que la ley de amnistía fuera redactada por el mismo prófugo. Un caso indecente de venta de nuestra propia soberanía nacional a cambio de siete votos. Desde las abdicaciones de Bayona en 1808, en que Fernando VII y Carlos IV renunciaron a la corona española en favor de Napoleón Bonaparte, es difícil encontrar un hecho tan bochornoso, y que rompiera a tal grado el principio de igualdad de los españoles. Siete votos de Junts fueron los responsables de ese proceder.
Posteriormente, ya el pasado verano, se produjo el acuerdo entre ERC y el PSC para investir a Illa como presidente de Cataluña. Un acuerdo en el que se diga lo que se diga, se consagra un concierto económico que rompe de nuevo la igualdad de los españoles. Tiene razón García-Page cuando afirma que lo allí pactado es “un concierto económico como la copa de un pino, aunque se escriba en arameo”. Fue un nuevo caso de clamorosa corrupción política, en que se pagaba el precio –el acuerdo sobre un concierto económico, la soberanía fiscal para Cataluña– a cambio de la investidura de Salvador Illa.
La semana pasada nos encontramos con que la reforma de la Ley de Seguridad Ciudadana –conocida como “Ley Mordaza”– era articulada y presentada públicamente nada menos que por Bildu, fuerza heredera del terrorismo etarra. Caso evidente, una vez más, de corrupción política, por los seis votos que tiene esa fuerza en el Congreso de los Diputados.
Que no nos mientan más. Existe una sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de 2018 que avala que España no tenga por qué computar los años de cárcel cumplidos en Francia por los etarras
Y como si en una rueda enloquecida nos encontráramos, esta semana hemos conocido la reforma legal, pasada de tapadillo por el Gobierno, con la opacidad marca de la casa, en que se acortan las penas de más de cuarenta terroristas etarras, autores de más de sesenta asesinatos. Cierto que la oposición no fue consciente del alcance de esa reforma legal; cierto que su negligencia habrá de tener consecuencias, la oposición lo verá. Pero lo definitivamente cierto es que la operación supone una indignidad extrema cuya responsabilidad responde exclusivamente a los intereses del Gobierno, otra vez en un grado máximo de corrupción política, los acuerdos con Bildu para sostenerse. Que no nos mientan más. Existe una sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de 2018 que avala que España no tenga por qué computar los años de cárcel cumplidos en Francia por los etarras.
Es evidente que ese hecho de acortar penas de terroristas sanguinarios es rigurosamente imperdonable y sólo se puede salvar mediante la retirada por parte del gobierno de ese proyecto de ley. Al igual que cuando la nefasta ley del “Sí es sí” empezó a ofrecer resultados vomitivos en términos de puestas en libertad y acortamientos de penas de agresores sexuales, le faltó tiempo al gobierno para reformarla y tratar de taponar sus nefastos efectos.
No estamos hablando de hechos acaecidos hace un siglo, de barbaridades ocurridas en la Guerra Civil; estamos refiriéndonos a crímenes horrendos que todos tenemos en nuestra memoria. ¿Se merece el pueblo español semejante afrenta lacerante, tamaño oprobio?
Si no sucede eso ahora, si el gobierno no retira ese proyecto de ley, la consecuencia es evidente: se trata de un caso de corrupción política prácticamente sin parangón; el precio que se paga por el apoyo de los seis congresistas de Bildu. En otros términos, presos por presupuestos como ya anticipó en su día Otegui. Es el precio más grave, pues acorta las penas de prisión de sanguinarios asesinos que están en la cabeza de todo el mundo, no sólo de las víctimas. No estamos hablando de hechos acaecidos hace un siglo, de barbaridades ocurridas en la Guerra Civil; estamos refiriéndonos a crímenes horrendos que todos tenemos en nuestra memoria. ¿Se merece el pueblo español semejante afrenta lacerante, tamaño oprobio?
Se ha escrito mucho, y bien, acerca de cómo mueren las democracias, siempre desde dentro, en provecho de aventureros sin escrúpulos que guiados de políticas populistas –nuevo nombre con que cabe designar a quien no es demócrata–. Pero seguramente, la corrupción política, la vulneración radical de nuestros principios y normas es el desencadenante más rápido y certero para destruir a una democracia. Esos actos que se practican por espíritu meramente mercenario en busca de apoyos indeseables.
Es esa corrupción política la que deja a una sociedad a la intemperie, desconcertada e incapaz de reconocerse a sí misma. Es esa corrupción política la que hace, definitivamente, un país peor.