Este periódico ha consultado con personalidades políticas de la época e intelectuales de ahora para reflexionar acerca de lo que fuimos y de lo que somos. Los vertiginosos acontecimientos de los últimos años, las consecuencias de la crisis económica y un descrédito de la política sin precedentes alientan la siempre atractiva tentación de establecer comparaciones entre aquella Transición y esta crisis del sistema de partidos. Pero 40 años son muchos. «Aprecio grandes diferencias en el ambiente social, en el 77 había un ambiente de gran confianza e ilusión, por la llegada de la democracia y la incorporación a Europa. La idea de democracia gozaba de un gran respeto, mientras que ahora está desprestigiada», asegura el historiador José Álvarez Junco. «En 1977, una abrumadora mayoría de españoles quería un régimen constitucional y democrático. A base de generosidad e inteligencia, las instituciones lograron que tuvieran cabida tanto los que aspiraban a mantener una cierta continuidad social como los que creían indispensable un cambio radical. Ahora hay una notable carencia de ideas políticas acerca de cómo responder a los retos que se presentan. Hay una falta de coincidencia e ilusión por desarrollar nuevos proyectos comunes. No es pequeña diferencia el miedo que campaba en 1977 entre los políticos y la población, temerosos de un retorno a situaciones de violencia o de autoritarismo, y la frivolidad manifiesta en 2017 con la que muchos juegan actualmente con las instituciones y se desentienden de cualquier proyecto de vida en común, amparados en las libertades democráticas que, mal entendidas, tienen fuerza suficiente para demoler el sistema constitucional en sí mismo», señala el catedrático y académico Santiago Muñoz Machado.
«Aquel tiempo traía una clara aspiración: ser europeos. Una aspiración justificada y abstracta. Sólo sabíamos que ser europeos significaba democracia y partidos políticos, no era mucho pero era bastante por el momento. Sirvió para legalizar al PCE y dar legitimidad a la Reforma Política y a la convocatoria de un poder constituyente libre. Hoy la situación es diferente, una nueva generación crecida en democracia se toma en serio los principios básicos de la vida democrática y exige su cumplimiento. Una juventud dispuesta a ser más radical en sus exigencias contra la corrupción y a implicarse en la defensa de los principios que legitiman la vida democrática», opina José Luis Villacañas, catedrático de Filosofía de la Complutense.
Tres son los desafíos que afronta la España de 2017 para mantener la estabilidad del sistema político, a juicio de las personas consultadas. La corrupción, Cataluña y la tensión generacional. Precisamente esta tensión entre generaciones es el único nexo que establecen entre aquel país y el actual. «Echo en falta la complicidad y la capacidad de entendimiento entre unos y otros. Entre los que procedían del franquismo, tanto los veteranos como los que éramos más jóvenes, y los jóvenes guerreros y revolucionarios. No hubo dificultad para entendernos», recuerda Rodolfo Martín Villa. El ex ministro del Interior guarda un grabado con la paloma de la paz que le regalaron Sócrates Gómez y el diputado socialista Manuel Turrión, abuelo de Pablo Iglesias –el líder de la fuerza política que más cuestiona la Transición–, por haberles ayudado en el reconocimiento de los derechos de los policías y guardias de la República.
José Álvarez Junco, como joven revolucionario de la época, explica su evolución hacia posiciones moderadas. «Los que veníamos del antifranquismo éramos tipos peligrosos, creíamos en la revolución, marxistas, leninistas, trotskistas. Estuvimos dispuestos a renunciar a posiciones maximalistas y radicales a cambio de la democracia. Ahora hay muchos ciudadanos y políticos que no están dispuestos a renunciar al radicalismo porque tampoco tienen temor a que la democracia pueda caer. No están dispuestos a renunciar, por ejemplo, a la independencia de Cataluña, a cualquier precio y por cualquier método». Villacañas coincide en que «se tiene la impresión de que esa juventud tiene menos miedo a las consecuencias de la afirmación del principio democrático y está dispuesta a exigirlo».
La pasada semana, en el acto de celebración de las primeras elecciones generales que presidió en el Congreso Ana Pastor, el ex vicepresidente Alfonso Guerra se refirió a las renuncias que la izquierda política hizo para que la Transición acabara siendo un éxito. Las renuncias al programa de máximos y a llevar a cabo un proceso al franquismo, señaló, «fueron un sacrificio necesario ya que, de lo contrario, la llegada de la democracia se hubiera retrasado».
Muñoz Machado coincide en que una de las características de la época actual es que «han resucitado las fuerzas políticas anarquistas y antisistema, apagadas hace 80 años». El académico advierte que «la corrupción ha hecho perder credibilidad a los partidos tradicionales. Los políticos en este momento, a diferencia de 1977, tienen todas las instituciones y el poder del Estado para regenerar la democracia. Lo problemático es que esa regeneración se pueda conseguir por las mismas fuerzas que han consentido lo contrario».
Álvarez Junco coincide en que «la corrupción y las redes clientelares han conducido al desprestigio y la desconfianza hacia las élites políticas. A los jóvenes de ahora, nadie les ha contado la Transición. Mientras que a nosotros, los jóvenes de entonces, nuestros padres y nuestros abuelos nos hablaban de la Guerra Civil a todas horas pidiéndonos que tuviéramos cuidado». A juicio de José Luis Villacañas, «si la crisis de representación no se resuelve bien, acabará en una crisis institucional. Ahora todo está en la capacidad, la inteligencia, la flexibilidad y el patriotismo de los actuales representantes. Ellos tienen la posibilidad de dotar al sistema de una base democrática más amplia. La otra opción es dar paso a la sensación de desesperanza reformista, lo que sólo puede generar un descontento que acabe con la exigencia de una nueva Constitución y un nuevo pacto constituyente».
De momento, a juicio del ex diputado del PP y colaborador de Faes Gabriel Elorriaga, la situación crítica para la democracia que se avistó hace unos años, en los que parecía que el sistema político iba a saltar por los aires, ha sido conjurada. «El momento revolucionario ha pasado, lo cual no quiere decir que vayamos a volver a lo anterior. La estabilización se producirá en condiciones distintas. Nos quedan por ver muchas cosas en términos de relevo generacional, que puede ser parecido al que se produjo en el año 77. Hay incertidumbre sobre la suerte que correrán los protagonistas de la época. La crisis económica deja pérdidas, perdedores y un desencanto con el sistema, pero el país en general es bastante estable. No pasaría nada, por ejemplo, si el PSOE desaparece, el PP se derrumba por no ser capaz de adecuarse internamente a la nueva realidad o Ciudadanos se cae».
La cuestión catalana es considerada como el mayor desafío al que de enfrenta la España de 2017. Muñoz Machado resume así el actual estado del conflicto. «Estamos al borde de un proceso de sedición tumultuaria impulsado por las instituciones catalanas, que desvían recursos públicos para apoyar el separatismo. Los juristas locales están dispuestos a apoyar con informes descabellados el proceso independentista. No se conocen las respuestas del Estado a este tipo de desafíos. Se promueven cambios desde las instituciones, como en 1977, sin atender para nada las exigencias de la constitucionalidad».
El ex ministro Martín Villa se refiere al regreso de Josep Tarradellas –hace poco reivindicado por Puigdemont– para subrayar el respeto a la legalidad entonces del nacionalismo catalán. «Cuando Tarradellas regresó a Barcelona para ocupar la Presidencia de la Generalitat, quiso hacerlo desde la legalidad española. Entonces el Gobierno ya era democrático, aunque no constitucional. Y se puso de acuerdo con el Rey y con Suárez. Nos dijo que él quería respetar la ley española. Es una mentalidad muy distinta a la que tienen los actuales gobernantes catalanes. Cuando Tarradellas juró en el exilio lo hizo también en territorio español, en la embajada de la República en México. Para respetar la legalidad».
Villacañas sitúa en Cataluña la clave de una reforma para evitar la impugnación total de la Constitución por parte de las nuevas generaciones que reclaman más participación. «Nunca el Estado ha podido visualizar de forma tan precisa la necesidad de reformarse. Y nunca las élites centrales han exhibido de forma tan sorprendente la incapacidad de pensar esa reforma. Todo pende de ahí».
Álvarez Junco considera el independentismo catalán como el mayor peligro. Y recuerda que en distintos siglos se ha falsificado la Historia –a base de comprar historiadores– con mentiras flagrantes para mantener los privilegios de los que detentaban el poder. Aunque preocupado por el surgimiento de fuerzas antisistema como la CUP –sobre Podemos dice que es un partido democrático–, el autor de Mater Dolorosa no atisba ninguna alternativa al actual sistema político español.
Muñoz Machado recuerda que «en 1977, los políticos de la Transición tenían como desafío controlar, democratizar y constitucionalizar el Estado. Y lo consiguieron. La ejemplaridad de la transformación del Estado consistió en la legalidad indiscutible del proceso y su ejecución acordada y, sobre todo, pacífica».