Jon Juaristi-ABC

  • A menudo, uno se sorprende añorando los tiempos de la corrupción socialdemócrata clásica

Ingresé en el Partido Socialista de Euskadi cuando todavía este era PSE-PSOE, en 1987, y me fui dos años después. Me fui pocos meses antes de que la fusión del PSE de Ramón Jáuregui y la Euskadiko Ezkerra de Mario Onaindía convirtieran al PSE-PSOE en el Partido Socialista de Euskadi-Euskadiko Ezkerra, es decir, en el PSE-EE, un partido de Euskadi por partida doble, la sección nacionalista vasca del Partido Socialista Obrero Español. El acrónimo es casi impronunciable. Prueben a hacerlo: «pese-e-e-é». Tiene dos «e» más que el Partido Popular de Euskadi, «pe-pe-é», sección nacionalista vasca del Partido Popular.

No me fui del PSE-PSOE por su deslizamiento hacia el nacionalismo vasco, ya por entonces bastante notable. No. Me fui asqueado por

la serie de casos de corrupción en altos y bajos cargos políticos socialistas que comenzó a destaparse por aquellas fechas. Hoy creo que no sería tan tiquismiquis ante las corruptelas que se tiran a la cabeza unos partidos a otros con análogo cinismo. Afirmaba Ortega en su «España invertebrada» que la corrupción de los políticos puede pasarse por alto si no impide que el país funcione y prospere, lo que sucedía en los Estados Unidos de su época, el país más corrupto del planeta. Tampoco la de los felipistas hundía otra cosa que la reputación del partido de los «cien años de honradez» (cumplía entonces, al menos, la primera parte, la de los cien años). España, en medio de la corrupción socialista, salía adelante.

Aunque parezca mentira, había algunos socialistas preocupados por la abundancia y el monto de las fechorías de los suyos, como aquellas de un director general de la Guardia Civil que robaba los fondos del Colegio de Huérfanos de la Benemérita durante los años en que ETA asesinaba todos los días a miembros de la misma. Aunque, más que repugnancia moral, lo que yo detectaba en mis atribulados conmilitones era perplejidad. ¿Cómo puede suceder esto?, se preguntaban. La hipótesis más convincente sobre el particular se la oí a un ilustre sociólogo y consejero áulico felipista: «Lo que pasa -decía- es que este es un partido de chicos de clase media baja que tienen demasiada prisa por labrarse un porvenir». Sí, en eso el PSOE no ha cambiado mucho. Sigue predominando la clase media baja, aunque hay que repartir entre muchos más, y los mileuristas se conforman con menos que los socialdemócratas clásicos. Son increíblemente más zoquetes que los de aquella generación: no tan ambiciosos, pero más desaprensivos. Creen que podrán jubilarse esquilmando capilarmente a un Estado que pertenece sólo al pueblo (o sea, a ellos mismos), porque, como dicen sus amigos de Bildu, el país es de las mayorías, y las mayorías son las del gobierno de la moción de censura. En fin, que detesto al PSOE en una medida razonable, pero a veces me horroriza sorprenderme añorando los buenos viejos tiempos de la Canción de Roldán (don Luis).