Ignacio Camacho-ABC

  • La hegemonía del relato permite a Sánchez resistir pese a la percepción ciudadana de fracaso en la gestión del Estado

La clave del éxito en política consiste en identificar el factor de decisión de voto, la piedra filosofal cuya búsqueda obsesiona a los analistas de estrategia y a los sociólogos: cuál es el motivo que lleva a la gente a decantarse por un partido o por otro. En el orden convencional, clásico, vigente hasta principios de siglo, era relativamente sencillo encontrarlo: bastaba con aproximarse de un modo más o menos realista a los problemas de los ciudadanos y proponer soluciones viables en un programa sensato.

Así funcionaba la cosa: el que gobernaba bien y cumplía sus promesas se mantenía en el poder, y el que no sabía o no podía se iba fuera. Pero eso fue antes de que el populismo redescubriera la emocionalidad y utilizase la revolución digital para desafiar al sistema con la construcción de realidades alternativas capaces de desencadenar instintos y pulsiones extremas. Las redes sociales, el invento que iba a renovar la participación democrática globalizando el ágora griega, se convirtieron en la plataforma idónea de los falsos profetas.

El cambio de paradigma se produjo cuando la conversación pública pasó de la competencia sobre la idoneidad de las recetas a la hegemonía de los marcos mentales. La confrontación electoral dejó de basarse en la eficiencia para mutar hacia una competición de sentimientos donde ganaban los que fuesen capaces de imponer un relato dominante, por lo general disfrazado de ideología o de guerra cultural para camuflar simples pasiones primarias o aglutinar –algoritmo mediante– una concentración espontánea de afinidades. La propaganda perdió su carácter de mero instrumento de marketing y se transformó en el verdadero centro del debate.

De este modo puede explicarse la supervivencia de un Gobierno al que la mayoría de los votantes considera responsable de gravísimos fallos en la gestión de los asuntos cotidianos. De la crisis de la vivienda, del descontrol migratorio, del declive de los servicios, del caos ferroviario, de la descoordinación institucional ante las catástrofes, por no hablar de los escándalos de corrupción o del deterioro de los contrapesos democráticos. Cada nueva encuesta de opinión dibuja el retrato de un peligroso colapso del Estado. Y sin embargo…

Sin embargo Sánchez resiste, aun más mal que bien, gracias a un competente dominio de los estímulos negativos. La creación de un fantasma político, el de una ‘derecha-y-ultraderecha’ empeñada en resucitar el franquismo, le permite sostenerse en precario equilibrio. Un fracaso como el suyo bastaría para liquidar por completo a cualquier Ejecutivo, como ha ocurrido de hecho en nuestros países vecinos. Pero más de un cuarenta por ciento de los españoles parecen todavía dispuestos a respaldar esa dialéctica de enfrentamiento cívico que conduce a una sociedad al suicidio colectivo. Y el remedio que se atisba tampoco invita demasiado al optimismo.