Luis Ventoso-ABC
- Un virus adolescente que corroe nuestra política
España sufre lo que para cualquier observador semeja una segunda ola del coronavirus (excepto para Simón, que al igual que a comienzos de marzo no acaba de verlo). Además, hace solo siete días se supo que nuestro PIB había caído un 18,5%, el peor dato de la UE. Nos azotan cifras espeluznantes de paro, un desempleo juvenil de inframundo, colas del hambre en los comedores sociales y miles de ertes todavía pendientes de pago. Por último, el país está inmerso en una controversia institucional por la discutida decisión de desalojar al Rey Juan Carlos de la Zarzuela, donde residía desde 1962. En este contexto, Pablo Manuel Iglesias Turrión, vicepresidente del Gobierno, pareja de una ministra con la que tiene tres
hijos, mayor de edad de 41 años, tenía algo muy relevante que comunicar a los españoles a través de sus redes: ha subido a Instagram la importante noticia de que se ha recortado la coleta, según explica debido a «la ola de calor» y porque sus churumbeles le tiraban de la pelambrera en las joviales tardes de la dacha de Galapagar.
En efecto: es inimaginable que un vicepresidente de Macron, Boris o Merkel se dedique a hacer posaditos de instagramer para mostrar al respetable cómo se ha retocado el pelo. Pero es que en otros países todavía no se ha colado en sus gobiernos el virus de la política adolescente. España disfruta hoy de tres ministros de Podemos cuya actividad operativa tiende a cero: el esotérico Manuel Castells, en perenne estado de fliping new age; Alberto Garzón, que cuando más acierta es cuando no hace nada; e Irene Montero, perejil de todas las polémicas, al frente de un ministerio de juguete con el insólito cometido de predicar el asco universal a los hombres, más que la necesaria igualdad de sexos. El propio Iglesias puede ser añadido al clan de los floreros. La única vez que anunció que se situaba al frente de algo concreto y urgente -el problema de las residencias de ancianos en la primera ola del covid- aquello acabó en inacción absoluta y tragedia. Su principal tarea, amén de peinarse en Instagram, consiste en intrigar, insultar a la oposición, intentar salir ileso del escándalo de la tarjeta sexual chamuscada y fantasear con una república para la que no le salen las cuentas en el Parlamento.
Podemos y Sánchez discrepan públicamente a costa de la monarquía. Algunos observadores fabulan con que las tiranteces podrían acabar en ruptura de la coalición. Pierdan toda esperanza. El currículum laboral de Irene antes de llegar a ministra tuvo su único hito en un año como cajera en una tienda de electrodomésticos. Pablo, con toda su carcasa oratoria y teatral, era un profesor eventual, activista antiglobalización y empleado a ratos de la fundación CEPS (el embrión de Podemos que cobró del chavismo). Irene y Pablo nunca imaginaron los emolumentos que hoy perciben. Viajan en berlina oficial, los escolta la Guardia Civil, gozan de cancha mediática absoluta y pisan moqueta de alcurnia. No se irán de ahí ni aunque la UE los obligue a aplicar todos los recortes «ustericidas» del catálogo, porque están donde nunca soñaron, mucho más allá de su umbral de competencia.