IGNACIO CAMACHO-ABC
La realidad objetiva es que los autores del golpe de octubre quedan bajo la custodia de sus compañeros golpistas
MÁS allá de cualquier encuadre de óptica política, todo análisis sobre el Gobierno de Pedro Sánchez debe partir de dos hechos irrefutables ocurridos de forma sucesiva. El primero, que en octubre se produjo en Cataluña una rebelión contra el Estado y el segundo, que en junio el PSOE llegó al poder con el voto de los partidos separatistas. Sólo desde un candor arcangélico se puede obviar la posibilidad de que ese apoyo carezca de contrapartidas, y la ingenuidad resulta siempre una mala consejera en política. Visto con la necesaria perspectiva, el traslado a cárceles catalanas de los líderes de la revuelta presos supone algo más que un gesto de humanidad con ellos y sus familias. Porque las competencias penitenciarias están transferidas a la Administración de la autonomía, y eso sencillamente significa que los autores del golpe quedan a partir de ahora bajo la custodia de sus compañeros golpistas.
Sucede además que, al mismo tiempo y el mismo día, la Generalitat ha concedido a Puigdemont los privilegios propios de un expresidente: coche, chófer, escolta y personal de oficina a su servicio. Y que ese detalle de atención con un prófugo de la justicia es posible porque el Gobierno de España lo ha permitido al renunciar al control presupuestario de la autonomía que complementaba las medidas del Artículo 155. Dicho de otra manera, las canonjías del dirigente huido son otro guiño de cortesía con el independentismo. El jefe de la insurrección se va a pasear por Alemania pagado, arropado y protegido por el Estado contra el que lanzó su desafío. Quizá no esté lejana la hora en que le pase al erario público las minutas de sus abogados y los costes de su residencia en el exilio.
Toda esta obsequiosidad simbólica no puede responder sólo al pago de facturas por el respaldo prestado. Ni siquiera al mantenimiento de un
statu quo precario. Sánchez está tratando de construir un eje de alianzas de poder a medio plazo, en el que incluye también una línea de interlocución preferente con el nacionalismo vasco. En Cataluña sigue para ello la estrategia de Miquel Iceta, convertido en su consejero áulico, que se basa en limar las barreras de rechazo que frenaron las expectativas del PSC y limitaron sus resultados. El presidente ha hecho cálculos y sabe que para ganar las próximas elecciones necesita incrementar en territorio soberanista su facturación de escaños.
Claro que esa apuesta tiene un doble reverso. Por un lado, los votos que en el resto del país pueda perder en tan arriesgado juego; por el otro, que los secesionistas nunca acaban de darse por satisfechos y pueden volver a tensar la situación en cualquier momento. En otoño, la distensión sanchista debe pasar una prueba de fuego: los responsables de la revuelta serán juzgados en el Supremo y con una media de quince años de condena por delante habrá que ver si se conforman con los gestos.