ABC-JON JUARISTI

En vísperas del quinto centenario de su gesta, Hernán Cortés pertenece más a Méjico que a España

LA Real Academia de la Historia ha inaugurado el pasado viernes en su sede un ciclo de conferencias sobre Hernán Cortés. Pronunció la primera Enrique Krauze, que habló de las diversas imágenes del conquistador en su posteridad mejicana, o, si se prefiere, de los avatares del mito cortesiano en la historiografía de Méjico.

Krauze recordó que Octavio Paz consideraba a Cortés un factor permanente de división entre los mejicanos. No hizo falta, creo yo, que explicitara el sentido que cobra esta idea en el momento presente, un par de meses después de que el actual presidente de Méjico, López Obrador, exigiera al Rey de España que pida perdón por los crímenes que Cortés y, en general, los españoles habrían cometido contra los nativos mejicanos durante la conquista y la época novohispana. Lo que sostenía Paz es que la figura de Cortés no ha cesado de dividir a los mejicanos, no a los españoles, que, a estas alturas del desmantelamiento de la enseñanza escolar de la Historia, no saben de otro Cortés que Julián y olé.

Y es que Cortés pertenece más a la Historia de Méjico que a la de España, y no es sorprendente que así sea. Méjico es una nación, y una nación se caracteriza, entre otras cosas, por poseer una Historia nacional (España no es una nación. Si lo fuera, tendría una Historia nacional, no un montón de historietas nacionalistas contrapuestas e incompatibles entre sí). La Historia nacional no debe confundirse con la Historia oficial, que es la Historia impuesta a la población en los Estados dictatoriales. Méjico no lo es, y por eso la Historia de la nación vive en la controversia. Cortés, Iturbide, Maximiliano, Juárez, Porfirio Díaz, Madero, Zapata, Carranza, Villa, etcétera, son en ella figuras reconocibles, y, por tanto, discutidas. Algunas más que otras, según el momento que toque. En los tiempos en que viví en Méjico, el archiduque Maximiliano suscitaba más debates públicos que Cortés. Ambos eran figuras del pasado más o menos remoto, pero su significado en el presente seguía siendo crucial para el devenir de una nación que adolecía de instituciones funcionales sólidas y legitimadas.

En Méjico es todavía verosímil que la gente se pegue por lo que unos u otros piensan de Cortés o de Moctezuma. En España, ni siquiera la figura de Franco provoca controversias entre historiadores (hoy por hoy, sólo la defiende Pío Moa). Ninguna figura resulta necesaria para la existencia de una conciencia nacional porque no hay nación. Ni española ni, menos aún, catalana o vasca. En el Méjico del siglo pasado, sostener una valoración determinada de Cortés significaba optar activamente por un proyecto político determinado. Como recordaba Krauze en su conferencia del viernes, el nacionalista Vasconcelos, que veía en la pareja de Cortés y Malinche el fundamento de la Raza Cósmica y de la nación mestiza, ofreció las paredes del Palacio Nacional a un Diego Rivera que, no recuerdo si en su fase trosquista o estalinista, pintó a Cortés como un criminal sifilítico.

Estas cambiantes valoraciones de Cortés poco tienen que ver con la Leyenda Negra (aunque las negativas se hayan alimentado, con una rara constancia, de las acusaciones vertidas contra él por el Padre Las Casas, que no era precisamente un calvinista holandés). En la construcción de un Hernán Cortés tiránico y genocida han tenido más peso las terribles requisitorias del primer obispo de Chiapas que las de Ignacio Altamirano, masón y liberal, que lo retrataba como un capitán de bandoleros. O sea, más o menos como las imágenes de los conquistadores que difunde el cine español sin necesidad alguna de leyendas inventadas por los guiris.