Desde la perspectiva nacionalista, no hay manera es de articular el ser vasco con el ser español, porque precisamente en su antagonismo estaba la base de la ideología de su fundador. El problema no es sólo de aceptación del marco institucional, porque se puede aceptar la legalidad y a la vez deslegitimarla; y porque hay afirmaciones identitarias expansionistas.
Está visto que en los tiempos que corren no se llevan los compromisos fuertes. Recientemente manifestaba a este periódico el presidente del PNV que es posible, en algo más de un año, lograr un pacto de convivencia, de los vascos entre sí y de éstos con España, que dure unos quince o veinte años; y añadía: «Es nuestro deber generacional. Nuestros hijos se moverán en un escenario diferente. Pero es ley de vida». Todo esto dicho de forma muy correcta, educada y precisa sin ofender a nadie, lo que es muy de agradecer, sobre todo después de los sobresaltos verbales con los que nos flagelaba todos los fines de semana su antecesor en el cargo.
Si tenemos en cuenta que las cosas se empiezan a mover cinco años, por lo menos, antes de que se convenga que ya ha terminado la convivencia estable resulta que el pacto, cuya consecuencia se atisba, puede proporcionar unos diez años de relativa tranquilidad. La verdad es que me parece un plazo muy corto para todo lo que ha pasado. Pertenezco a la inmensa mayoría de los que no saben lo que se mueve entre bambalinas y se creen muy poco lo que nos dicen, pero confieso que contemplo inquieto y curioso los ensayos de ingeniería política en curso con intervención de figuras de la más diversa procedencia, obispos, frailes (¿se han fijado en la última cabriola del franciscanismo político de Aranzazu con el invento de Baketik?), ex presidentes en paro, alguno con fama merecida de payaso, terroristas reciclados a bajo coste, personajes ajados que añoran, aunque sea en un espectáculo de tercera, el protagonismo que un día tuvieron. Quizá para mover el cotarro, demasiado apático, o, a lo mejor, porque aspira a equipararse con el flautista aquel capaz de encantar a la gente sin contar con las mediaciones políticas, el lehendakari propone involucrar a los más diversos sectores sociales «en el proceso»: que participen y hagan propuestas.
Pero sería horrible convertir en lugares de discusión política y, por tanto, de enfrentamiento partidista, las asociaciones deportivas, las parroquias, los clubes de jubilados, los sindicatos, las elecciones del Athletic. Bastante se atropella la autonomía de los diversos espacios en que conviven gentes de ideologías diferentes convocadas por objetivos específicos.
Pero estaba hablando del compromiso débil, que tal es al que sólo se le calcula poco más de diez años de vigencia. Es muy significativa la comparación que Josu Jon Imaz establece del nuevo compromiso político alcanzable en el País Vasco con el Concierto Económico. Pero ¿están en juego sólo intereses? ¿Pueden ser tan cortos los acuerdos básicos de la convivencia social? ¿Los acuerdos entre España y Euskadi, como gusta decir a los nacionalistas, no implican la intervención efectiva de organismos que representan a las otras autonomías? Viene a decirse que se trata de un matrimonio no de amor, sino de interés. La terminología puede sonar un poco trasnochada, aunque es bien sabido que, en otros tiempos, los matrimonios por interés resultaban muy estables, sobre todo si de interés político se trataba. Desarrollando la metáfora distinguiría entre el matrimonio entendido como el compromiso leal y total entre dos personas que, por serlo, se entiende con vocación de estabilidad indefinida y que ambas partes ven como la potenciación de la personalidad de cada uno; y el matrimonio entendido como un acuerdo con el plazo fijado por la gratificación sentimental de dos individuos. Ambas visiones del matrimonio responden a lógicas y a antropologías diferentes. Pues bien, establecer las bases de la convivencia de una sociedad según la lógica y los principios técnicos que valen para calcular el Concierto Económico me parece radicalmente insuficiente.
Están en juego valores, visiones de la historia, proyectos compartidos y lealtades debidas. El acuerdo básico de la convivencia política tiene que tener una voluntad de permanencia intergeneracional, porque nadie parte de cero, sino que recibe un legado que asume y modifica; y la voluntad de permanencia exige lealtad y apertura a los cambios. No tiene sentido en nuestras sociedades basar la convivencia en principios metafísicos ni en el espíritu imperecedero de un pueblo. Resulta inaceptable que se invoque la mayor de las provisionalidades en virtud de unas esencias metafísicas que están al acecho para impregnarlo todo en el juego político. La provisionalidad es buena en la medida en que expresa el carácter abierto y dinámico de una sociedad democrática. Lo malo es cuando se la entiende como espera del momento propicio para imponer un poco más los propios dogmas. Respeto a los políticos y soy hasta comprensivo con su discurso lleno de oportunismo y medias verdades. Sería fatal que los filósofos gobernasen. Pero hace falta también un discurso que tome distancia de las maniobras del poder y no se pliegue ni a los diagnósticos ni a las posibilidades que descubre la óptica de los políticos.
Por eso me permito decir que el nacionalismo tiene dos limitaciones ideológicas graves. La primera es el afán uniformizador de la ciudadanía. La fuerza con que se afirma la diferencia hacia fuera es directamente proporcional a la fuerza con que se impulsa la homogeneidad hacia adentro. Quien no era franquista no era español. Quien no es nacionalista no es vasco. Entienden el ser vasco como una forma de pensar, de sentir, de hablar, reflejada hasta en una serie de tics de la vida cotidiana. La segunda limitación consiste en que de todas las identidades que necesariamente compartimos en nuestras sociedades globalizadas y plurales, una de ellas -definida por un territorio, una lengua y una mitología histórica- se exacerba de tal manera que hace imposible su encaje armonioso con las lindantes. Si son lejanas no hay problema. El nacionalista más cerrado puede decirse ciudadano del mundo, porque no tiene repercusiones; podía decirse europeo, pero veremos qué pasa en el futuro, porque esto tiene cada vez más consecuencias.
Pero de lo que no hay manera es de articular el ser vasco con el ser español, porque precisamente en su antagonismo estaba la base del proyecto y de la ideología del fundador del nacionalismo vasco. El problema no es sólo de aceptación del marco institucional democrático ni, como algunos dicen, de remitir a la esfera privada las identidades grupales. Porque se puede aceptar e, incluso, aprovecharse de la legalidad, que, a la vez, se deslegitima, como durante años ha realizado el nacionalismo gobernante; y porque hay afirmaciones identitarias con un irrefrenable ímpetu expansionista.
El nacionalismo tiene una gran cuestión pendiente: revisar sus presupuestos ideológicos. Durante muchos años hemos asistido a una pugna por ver quién era más fiel a las esencias, más radical en sus planteamientos; lo vasco se afirmaba a la contra, se cultivaban el victimismo y los mitos más rancios. Además con formas hoscas, insultantes y agresivas. El giro lingüístico y político tiene que ir acompañado por una revisión ideológica de fondo. Lo vasco puede afirmarse de manera serena, no crispada, abierta; de una manera que valore el componente hispano de lo vasco y viceversa. A estas alturas nadie ignora que tras las posturas más ideologizadas están intereses en juego. Son precisamente éstos los que obligan a que las tensiones no lleguen a la ruptura en la política vasca. El grupo social hegemónico quiere controlar, dominar y obtener beneficios. Hasta el euskera se utiliza, con frecuencia, más como instrumento de discriminación y promoción que de entendimiento e integración.
Pero el ciclo del nacionalismo vasco, como el de todas las ideologías con sus entramados de poder, llegará un día a su fin. La suma de intereses agraviados y el desgaste que supone el ejercicio del poder inevitablemente desembocará en el cambio del mapa político. Pero yo, que no sueño con revancha de ningún tipo, tampoco quiero esperar a ese día. Estas líneas acaban con una confesión ingenua, de quien aún cree que las ideas pueden ejercer alguna influencia; que diez o quince años de estabilidad política son muy pocos después de todo lo que hemos pasado; que considera, quizá ingenuamente, que en el nacionalismo, aunque mande y controle, puede abrirse un debate ideológico, urgido por las terribles consecuencias de violencia y fanatismo ejercidas en su nombre.
Rafael Aguirre, EL DIARIO VASCO, 20/10/2006