Ignacio Camacho-ABC
- La del PP no es sólo una crisis de liderazgo en la derecha. Afecta a la estabilidad de un pilar histórico del sistema
Como el replicante de Blade Runner, el de las lágrimas en la lluvia, hemos visto cosas que nunca creeríamos. Crepúsculos de fuego en la puerta oscura de la calle Génova, naves en llamas más allá de Sol. Un partido montándose un escrache a sí mismo. Un líder auspiciando la imputación judicial –¡por corrupción!– de su principal activo político. Una alternativa de Gobierno deshaciéndose en un paroxístico proceso autodestructivo. Ni siquiera el golpe de mano socialista contra Sánchez alcanzó tal grado de patetismo, por más que exista un evidente parecido. Pero Sánchez tenía los números para una moción de censura si lograba sobrevivir al asalto mientras que Casado no tiene más que unos sondeos en vertiginosa cuesta abajo y una progresiva corriente de aislamiento y rechazo entre sus propios partidarios. Su resistencia está condenada y ya sólo puede elegir entre un final pactado con cierto respeto a los procedimientos orgánicos o una carnicería a cara de perro, estrago sobre estrago, que deje inservible la marca para varios años.
A pesar de la vertiginosa secuencia de hechos, tuvo margen para manejar o modular los tiempos. Pudo atemperar el choque, minimizar los riesgos, reunir apoyos de figuras que gozan de ascendiente en la militancia y en los cuadros medios y cuya intercesión acaso hubiese servido para muñir alguna clase de acuerdo. En vez de eso embistió de frente en un insólito desafío directo para el que le faltaba autoridad porque los manejos de un tal Carromero le habían dejado sin argumentos. Ha ido error sobre error y cada movimiento suyo era como verter gasolina en un incendio. Ayuso desde luego no ha colaborado –era difícil que lo hiciera desde el momento en que percibió que iban a por ella— pero ningún dirigente con cierta experiencia se hubiese inmolado con tanta torpeza en el fragor visceral de un ajuste de cuentas.
Aunque el proceso provoca cierta morbosa fascinación por su crudeza, el conflicto no es nada trivial ni se puede reducir a una mera crisis interna. Es mucho más que un problema en torno al liderazgo de la derecha: se trata de una cuestión que afecta de lleno a la consistencia de un pilar del sistema. El Partido Popular ha sido y es –como el PSOE, al menos hasta el sanchismo—un estabilizador democrático, un soporte esencial del régimen parlamentario, y su eventual desplome puede provocar corrimientos de tierras de efectos insospechados hasta por quienes más parecen desearlo. Su núcleo directivo no ha dado, sin embargo, la sensación de ser consciente de esa responsabilidad estructural, ni siquiera de su condición de depositario de la representación de millones de ciudadanos que desean confiar el futuro del país a un proyecto liberal moderado. Las proclamas de patriotismo constitucional son incompatibles con el enfrentamiento fraccionario. Y los psicodramas-espectáculo están fuera de lugar en la política de Estado.