Luis Ventoso-El Debate
  • Con una inmensa humildad, como pidiendo perdón, osas a pedirle al camarero si puede subir un poquito el aire acondicionado

Por cortesía de mi compañero y amigo Adolfo Garrido, el cinéfilo que me regaló el librito, estoy leyendo las conversaciones entre un buen director, el francés François Truffaut, y un auténtico genio de la materia, el inglés Alfred Hitchcock. El libro, un pequeño clásico muy recomendable, refleja que muchísimas cosas que hoy damos por descontadas fueron inventadas por el orondo y agudo Mr. Hitchcock (de psique bastante revirada tras su jovial apariencia pícnica).

Hitchcock filmó muchísimas películas fascinantes (Vértigo, Psicosis, Los Pájaros, Sospecha…). Pero mis abuelos paternos tenían en su altar la inquietante Rebecca, de 1942, con aquella maligna ama de llaves y con la dulce y joven nueva señora de la mansión, encarnada por Joan Fontaine. La película tuvo tal éxito que la prenda que vestía la actriz, una chaquetilla de lana, pasó a ser denominada «una rebeca». En el Norte de España todavía perdura el término. Todos los coruñeses conocemos esta frase: «En La Coruña, de noche, baja siempre con una rebequita, que luego refresca». Y es cierto.

Hitchcock inventó también el concepto del «Macguffin», treta argumental que consiste en distraer al espectador con una incidencia paralela sin mucha importancia, de tal manera que la trama sigue avanzando casi sin que se dé cuenta, con el consiguiente efecto sorpresa.

A años luz del ingenio de Hitchcock, aquí hemos arrancando con un «Macguffin», pues no pretendo hablar del mago del suspense, sino de la rebequita en pleno verano por imperativo de hosteleros, centros comerciales, oficinas y empresas ferroviarias. Imagino que usted lo comparte: está hasta la zanfoña de acudir a un restaurante en verano, entrar asado de calor y salir con moquillo en la nariz tras pegarse un par de horas helado por el puñetero aire acondicionado.

Días atrás fuimos a cenar a un restaurante mexicano bastante bonito en el centro agradable de Madrid (ese que no es ni muy turístico ni muy petardo-estirado). Al entrar ya me inquieté, pues cuando vislumbro camareros con tablet y pinganillo en la oreja me pongo en guardia. Temo esnobismo o estacazo, o incluso ambas cosas (y las hubo, por supuesto).

Quedaban solo dos mesas vacías. Al sentarnos, el maître tuvo la cortesía de avisarnos que en una cascaba menos el aire acondicionado que en la otra. Elegimos la menos fresca, porque veníamos de las calles de fuego del agosto madrileño. Pero nada más sentarme empecé a notar un incómodo chorro polar en el cogote. Tras el primer plato, estaba pelado de frío. Aquello se había convertido en un incordio que me estaba amargando la cena, que tampoco iba a ser una ganga. «Voy a decirles si pueden subir el aire», sugerí a los otros comensales. «Eres un maniático», me aplacó quien mejor me conoce.

Pero tras un estornudo ya me decidí. Armándome de valor, con rostro de infinita humildad y dirigiéndome al camarero como si fuese un César que va a decidir tu destino con su pulgar, le imploré casi arrastrándome: «Disculpe, ¿les importaría subir un poquito la temperatura de aire? Me estoy quedando helado». El tipo me miró con un rostro donde se fundían la perplejidad y desprecio. Tras meditar observando el techo durante unos segundos eternos, se limitó a decirme: «Yo no llevo eso. Pero a ver qué se puede hacer…». Tras volver a protestar accedieron a subir un pelín el termostato, como si fuese un acto de filantropía con un pobre lunático.

En el verano español, con temperaturas a veces próximas a los cuarenta, tienes que llevarte una chaqueta para hacer un viaje largo con la Renfe (donde o te congelan o está averiado el aire). O para entrar en algunos centros comerciales de apellido británico, o para soportar el frío en muchas oficinas y restaurantes. Todo en un país donde el Gobierno te adoctrina todo el día con su murga climática y el ahorro energético (excepto para el Falcon). Un país donde nuestro gran líder «progresista» anunció hace un año en gran gesto verde que nunca más utilizaría corbata en verano, para luego ponérsela a las dos semanas, pues solo era la enésima trola del catálogo.

Pero lo del aire acondicionado es solo el segundo Macguffin de este artículo, porque el asunto que realmente me ha dejado helado es otro, aunque casi aburre hablar del tema (y no debería). Se trata de ver a nuestra psicodélica ministra de Hacienda, Marisu Montero, declarando sin que se le caiga la cara de vergüenza que el cupo catalán que ha regalado Sánchez a ERC «tiene como seña de identidad la solidaridad y la igualdad de los servicios públicos entre las comunidades autónomas». Ole, Marisu, ole. Y en Groenlandia crecen los cocoteros. Empezando con Hitchcock hemos acabado en Kafka, el puro absurdo.

«Una de las dos Españas habrá de helarte el corazón», escribía Machado en cita ya tópica. Hoy nos lo hiela la anti-España de una izquierda populista-populachera que ha institucionalizado la mentira y el «todo vale». Entrañable Marisu, ¿de verdad crees que no te van a abuchear en cuanto vuelvas a poner un tacón en un bar o una terraza de tu Andalucía? Será un justo castigo por traicionar a tu tierra de la manera más cutre solo por servir a tu amo.