JON JUARISTI, ABC – 22/06/14
· Obsesionados por los nacionalismos domésticos, los españoles nos hemos vuelto insensibles a los ajenos.
La fría y brevísima participación de los parlamentarios de CiU y PNV y de los presidentes del Gobierno Vasco y de la Generalitat catalana en el aplauso general al discurso de proclamación de Felipe VI, más que un desaire, parece un homenaje tácito a la Corona si se compara con el boicot al Rey que los diputados de Herri
Batasuna montaron en la Casa de Juntas de Guernica, el 4 de febrero de 1981, durante la primera visita de Don Juan Carlos I al País Vasco tras las elecciones autonómicas de marzo del año anterior. Entonces, los diputados del partido de Urkullu y los consejeros del primer Gobierno de Garaikoetxea, todos ellos del PNV, aplaudieron el discurso real y acallaron a los reventadores. En el acto institucional del pasado 19 de junio, ante la ausencia de minorías disruptivas, los nacionalistas se han permitido dar el cante con silencios quejumbrosos y caras largas, en la línea gestual inaugurada por Artur Mas en los funerales de Estado de Adolfo Suárez, pero precisamente esa repetición invita a suponer que estamos ante la consolidación de un ritual y no, como algunos temen, ante una escalada de provocaciones. Pese al desafío de la consulta soberanista en Cataluña, el reinado de Felipe VI comienza con presagios mucho mejores en lo referente a la unidad de la nación que los que se cernían sobre los inicios del de su padre, con terrorismos independentistas activos en el País Vasco y Cataluña ( Terra Lliure se fundó en 1978, en abierto desafío al proceso constituyente).
Los nacionalismos secesionistas en Europa Occidental estaban ya en recesión antes de la crisis ucraniana, que ha contribuido decisivamente a desacreditarlos. Se han fortalecido, por el contrario, los nacionalismos de Estado –antieuropeístas– en todas partes, pero sobre todo en Francia y en el Reino Unido. Este tipo de nacionalismo no es nuevo, pero había permanecido bajo niveles críticos tanto tiempo que, en España, nos habíamos acostumbrado a considerarlo extinguido. La crisis económica lo reactivó, y probablemente condicionará el reinado de Felipe VI más que los nacionalismos interiores.
Que somos todavía insensibles a los síntomas de los nacionalismos de Estado lo demuestra la torpísima gestión del desdichado caso de Diego Costa, hoy un chivo expiatorio perfecto de la derrota y humillación de la selección española en Brasil. Desde hace dos años había indicios suficientes para olerse que la nacionalización del futbolista iba a atraerle una hostilidad masiva en su país natal, pero se siguió adelante con su españolización acelerada sin conceder importancia alguna a las reacciones de la selección brasileña, considerándolas, como mucho, manifestaciones de un nacionalismo banal.
Ahora bien, los nacionalismos son banales en su mayor parte. Hay poco nacionalismo sublime. El resultado ha sido que Costa se ha derrumbado ante el linchamiento moral del que ha sido objeto, dentro y fuera de los estadios, por parte de los que hasta hace muy poco eran los suyos, su gente, sus compatriotas. Hay que estar muy pirado para pensar que Costa sea un traidor a su patria por el hecho de nacionalizarse español y jugar en la selección española, pero el nacionalismo es una ideología para hooligans y canallas, que abundan y contagian. Y los mundiales de fútbol, uno de sus escenarios favoritos.
A Costa lo ha destrozado el nacionalismo brasileño, pero también la ingenuidad de quienes pensaron que podía resultar un detalle incluso simpático para la mayoría de los brasileños lo de llevar a su país, sede del Mundial 2014, un ariete de pura cepa brasileña convertido en español, como muestra de la admiración y la estima que sentimos por sus deportistas. En fin. En qué cabeza cabe…
JON JUARISTI, ABC – 22/06/14