Iñaki Ezkerra-El Correo

Laxitud y autoritarismo. Esa desastrosa combinación es la receta canónica que marca los bandazos del Gobierno en el tratamiento de esta grave crisis

Es la clásica antipedagogía de manual: hacer la vista gorda o incluso jalear las conductas incívicas en el educando y mostrarle después una arbitraria severidad castigándolo sin motivo. En esa desconcertante y catastrófica fórmula que constituye el modelo antipedagógico por excelencia reside la clave del zigzagueante e inoperante comportamiento del actual Gobierno de España frente al Covid-19. Quienes han hecho un valor político del desafío a la legalidad o de la tolerancia hacia ese desafío y han permitido, cuando no abrazado, todo discurso contra el Estado y su legitimidad para hacerse valer, han pasado de manera repentina a poner policías que persiguieran con celo represivo a todo infeliz que vieran corriendo en solitario por un jardín y han impuesto a la ciudadanía esas inflexibles medidas de confinamiento que ahora empiezan a levantar con un criterio de distensión tan inconsistente como el que dictó la rigidez anterior: esto es, negando esos tests masivos que resultan inexcusables para controlar la pandemia. La gran medida que puede evitar un rebrote, que es la ‘socialización’ de esas dichosas pruebas, es la que el presidente omitió en su retórica comparecencia de prensa de este pasado martes.

No es un tema opinable, sino un hecho objetivo: el Gobierno pasó de la total laxitud ante la amenaza del coronavirus a una disciplina tan estricta que no la respetan ni sus propios miembros infectados; del «les va la vida» en el 8-M a un estado de alarma que suspende derechos fundamentales con la intransigencia y la observancia sancionadoras de un estado de excepción. Si son irresponsables los discursos que postulan el levantamiento total de la cuarentena y que banalizan la gravedad del peligro de contagio, también es cierto que las medidas que se han tomado contra éste deberían haber sido mínima y cabalmente más flexibles. No es de recibo tener a toda la población encerrada en sus domicilios sin permitirle salir ni una hora al día para dar un paseo guardando las debidas distancias. La expresión ‘arresto domiciliario’, de la que abusa quien niega la propia necesidad de la cuarentena, adquiere todo su sentido cuando se impone como indispensable condición tener un perro o un hijo menor en casa para estirar un rato las piernas. Aquí es que ya se está castigando al ciudadano que no ha optado por la reproducción ni por el amor a los animales. Sin ir más lejos, Francia y Portugal, nuestros dos países vecinos, han obtenido en el control del Covid-19 unos resultados escandalosamente mejores que los nuestros sin necesidad de optar por medidas tan restrictivas y represivas.

Laxitud y autoritarismo. Esa desastrosa combinación es la receta canónica que marca los bandazos del actual Ejecutivo en el tratamiento de esta grave crisis. Ése es el método con el que se logra malear a una sociedad, hacerla tan dócil ante la mano firme como incontrolable cuando se abre esa mano. Esa es la pedagogía social con la que se consigue que mute de rebaño en manada y un efecto como el del pasado domin go: oleadas de adultos y menores lanzándose a las calles sin mascarillas ni guantes ni las debidas distancias a la vez que libres de la presencia de esos agentes del orden a los que se ordena perseguir sin piedad al abuelito solitario del chándal.

Se ha dicho que este Gobierno nos trata como a niños. Y se ha dicho que nos trata arbitrariamente con el fin de demostrar que, en efecto, somos como niños. La pregunta es si realmente lo somos y tenemos el Gobierno que nos merecemos. Un Gobierno que no facilita una respuesta objetiva a esa pregunta desde el momento en que es el primer factor distorsionador de nuestra imagen nacional. Lo que facilita son esas simplificaciones sesgadas y demagógicas en las que él mismo incurre. ¿Con qué imagen se queda uno de la crisis del ‘Prestige’? ¿Con la de los agitadores del Nunca Más o con la de los miles de voluntarios que acudieron a limpiar las costas gallegas? ¿Con qué imagen se queda uno de la tragedia del 11-M? ¿Con la de quienes asaltaron las sedes del partido del Gobierno o con la de las nuevas olas de voluntarios que se metieron en el infierno de Atocha? ¿Qué imagen toma uno del presente español? ¿La de los gritos del 8-M o la del posterior silencio de los corderos? ¿Y cómo interpreta la última de esas dos imágenes antitéticas? ¿En clave de responsabilidad o de docilidad?

Sí. Uno ha vuelto a escuchar esas frases que oía de crío en los años de la dictadura: ‘Este pueblo no hay quien lo gobierne’, El español necesita mano dura’… Es una sangrante paradoja que el mismo Gobierno que ha querido vencer a Franco ocho décadas después de acabada la Guerra Civil haya logrado traer al primer plano del debate nacional los grandes tópicos con los que el franquismo se justificó a sí mismo y nos negó la mayoría de edad colectiva.