«Tengo un empleado que se pone enfermo cada vez que juega el Atlético de Madrid. Si el partido es de Liga, indigestión; si toca Champions, dolor de cabeza, y si la cosa va de Copa del Rey, mareos o náuseas a elegir. Con su esposa, forma un matrimonio bien avenido que se acopla de maravilla a la hora de caer enfermo cada dos por tres; las breves mejorías duran el tiempo necesario para poder pedir un anticipo, acontecimiento que viene acompañado de fuertes recaídas una vez cobrado el mismo. Tampoco me faltan los enfermos crónicos discontinuos, gente que se pone mala los fines de semana o desaparece dos o tres días después de cobrar, circunstancia que te justifican con alguna enfermedad leve sobrevenida. Y luego está el auténtico campeón, el profesional doctorado en bajas médicas, ese experto en acumular años de baja sin que tribunal médico alguno logre desanimarlo ni Mutua achantarlo. Dispongo de un caso real, con nombre y apellidos, que lleva ocho años por este sistema sin dar palo al agua».
Así resume su situación un empresario madrileño del sector servicios, con varios cientos de empleados en nómina. «En sectores como el mío, la baja médica ha dejado de ser una contingencia obligada por enfermedad del trabajador para convertirse en unas vacaciones pagadas a pachas por la empresa y la Seguridad Social. La picaresca es la norma y la necesidad, la excepción. Una vergüenza en la que participan activamente los sindicatos, sin cuya colaboración no sería posible este atraco. La operativa es conocida: ‘o me da usted lo que reclama mi afiliado o se da de baja’, así funciona, de modo que un trabajador no está de baja cuando el facultativo lo prescribe, sino cuando la reclama porque le da la gana o le conviene. Es una consecuencia de haber derogado el artículo 52.d del Estatuto de los Trabajadores que permitía el despido objetivo por acumulación de bajas médicas. Qué duda cabe de que habrá despidos injustos de gente realmente enferma, pero para eso están los tribunales (los juzgados de lo laboral, ese mercado de abastos de Princesa 3, en Madrid, donde mal se le tiene que dar al currito para que no salga por la puerta grande cortando orejas y rabo, obligado como está el empresario, además, a soportar la carga de la prueba). Así que no queda otra que seguir tragando, y no solo al empresario, que perdería aún más si pretendiera pleitear en un juicio perdido de antemano, sino también al trabajador honesto que cumple su deber y paga sus seguros sociales para que otros vivan a cuerpo de rey sin dar palo al agua».
Un pequeño y mediano empresario soporta la incomprensión de una parte importante de la sociedad y la sospecha del Gobierno de turno, para quien no pasa de ser un objeto sospechoso al que freír a impuestos
Esta es solo una parte de la realidad que soporta a diario cualquier pequeño y mediano empresario (los del Ibex son cosa aparte), un empeño realmente vocacional, con altas dosis de masoquismo, que obliga a quien lo elige a soportar la incomprensión de una parte importante de la sociedad y la sospecha del Gobierno de turno, de derechas o de izquierdas, para quien no pasa de ser un objeto sospechoso al que freír a impuestos, además de un defraudador nato al que perseguir sin piedad. Ahora, la ministra de Trabajo, esa maravilla rubia, antes morena, hija del dirigente de CC.OO. de Galicia, prepara una reforma laboral que, en el fondo, no persigue sino dar más poder a los sindicatos, ese colectivo que a duras penas logra reunir unos miles de simpatizantes cada Primero de Mayo y no sin antes pasar lista entre sus «liberados», vale decir poner al empresariado a los pies de CC.OO. y UGT con una legislación laboral que recorte su capacidad de acción y ponga en riesgo la propia viabilidad de la empresa.
Nadie sabe en qué terminará esta farsa, la comedia bufa en que se ha convertido el supuesto enfrentamiento dentro del Gobierno entre la tropa socialista y la podemita. Las últimas noticias apuntan a que tanto Sánchez, a quien en el fondo le gusta la «revolución» que persigue eternamente Yolanda, como la propia reina roja están dando marcha atrás en sus pretensiones iniciales, obligado el presidente a seguir los dictados de la Comisión Europea si quiere recibir los fondos comunitarios con los que espera apalancarse en el poder al menos durante una década. Y no es que a los burócratas de Bruselas les importe tanto nuestra tasa de paro como el previsible escándalo que supondría entregar unos fondos cuyo destino final no sería muy distinto al de los Planes E de Zapatero y demás aventuras corruptas. Estemos ante una reforma light (como parece previsible) o más bien dura, la realidad es que la presión sobre las empresas no deja de crecer. Raro es el día en que una nueva amenaza no se yergue sobre el colectivo empresarial. Esta semana ha sido el ministro para la Seguridad Social, José Luis Escrivá, quien ha anunciado, llueve sobre mojado, la subida de las cotizaciones sociales en medio punto para ayudar a pagar las pensiones de los llamados «babyboomers» (empiezan a jubilarse a partir de 2022), una medida que estaría vigente durante 10 años, dice su señoría (y no hay forma de creerle, sabiendo cómo lo contingente se convierte en permanente en este país) y que apenas lograría recaudar unos 17.000 millones en la década, cifra inferior en más de 3.000 millones a lo que el próximo 25 de noviembre gastará la Seguridad Social en abonar las pensiones del mes de noviembre y la extraordinaria de Navidad.
Que la cantidad sea modesta en términos globales no empece su significado como nuevo obstáculo, uno más, a la actividad empresarial, en tanto en cuanto aumenta los costes laborales, reduce la competitividad empresarial y retrae la contratación de nuevos trabajadores. Es sabido que las empresas españolas soportan uno de los costes sociales más altos de la OCDE, al punto de que solo cuatro países (Francia, Chequia, Italia y Suecia) superan el tipo de cotización (porcentaje aplicable a las bases para la obtención de las cuotas de la Seguridad Social) del 29,9% vigente en España, para una media OCDE del 17,2%. Es verdad que en Francia ese porcentaje es aún superior, nada menos que del 35,9% (lo cual explica en buena parte los problemas estructurales galos), pero la comparación es proporcionalmente desfavorable a España al tomar en consideración el sueldo medio francés, bastante superior al español. Y otro tanto ocurre si se toma el PIB como medidor de referencia. En consecuencia, el empresario trata de contrarrestar los efectos de ese «impuesto al empleo», como se han definido las cotizaciones sociales, contratando menos gente y recortando salarios, que serían un 29,9% superiores, antes de impuestos, en caso de no existir ese pontazgo.
Escrivá sabe de sobra que, a falta de decisiones de más enjundia, tipo mochila austriaca, habrá que ir subiendo de forma paulatina la edad de jubilación
«Las cotizaciones a la Seguridad Social por parte de los empresarios, sin incluir autónomos ni trabajadores, suponen un 8,3% del PIB. Es decir, superan a todo lo que se recauda por IRPF. ¿Es realmente sensato plantear una subida?», se pregunta Miguel Sebastián. De modo que cualquier subida de cotizaciones se traduce, antes o después, en menores salarios y en menos empleo, una de las razones que explica las llamativas cifras de paro españolas, ahora mismo en el 14,6% de la población activa a pesar del favorable comportamiento del empleo en los últimos meses, frente una media de la UE del 6,9%, porcentaje que rondaría el 5% si de esa media se excluyera a España. Las consecuencias las paga el empleador (el 23,6% de aquella cuota corre a su cargo) y las paga el trabajador (que abona el 4,7%), quien, además de mermado su salario, ve reducida la oferta de nuevos y buenos empleos, y las paga el propio país, las paga España, cuya economía avanza lastrada por una legislación que penaliza la actividad económica.
Son legión los empresarios españoles que esta semana se han acordado, y no para bien, de José Luis Escrivá, un oportunista de manual, un independiente enragé, según el listo de Álvaro Nadal, durante el Gobierno Rajoy que lo situó al frente de la AIReF, y que devino en ferviente socialista en cuanto Sánchez llegó a Moncloa, un Sánchez que por fin dio curso a su ambición por medrar haciéndolo ministro. Escrivá sabe de sobra que el futuro de las pensiones no se solucionará poniendo un nuevo dogal en el cuello de las empresas españolas. Y sabe también que, a falta de decisiones de más enjundia, tipo mochila austriaca, habrá que ir subiendo de forma paulatina la edad de jubilación conforme a las nuevas realidades demográficas, y habrá, entre otras cosas, que volver a introducir ese factor de sostenibilidad que tan dogmáticamente se cargó este Gobierno por haber llegado de la mano del PP. Desde luego no se arreglará subiendo las pensiones con fines electorales e indiciándolas al IPC, es decir, agravando los problemas de base.
No hay país de la UE donde las empresas reciban un trato más hostil por parte de su Gobierno que en España, algo que solo se explica por puras razones ideológicas. Para muestra, el botón del titular que Mercedes Serraller publicaba aquí esta semana: Sánchez prometió a Bruselas una reforma laboral sin «obstáculos desproporcionados a las empresas», ello dentro de los documentos del Plan de Recuperación remitido a la CE y que Moncloa se niega a hacer públicos. Toda una confesión de parte de quien considera a los empresarios como sus enemigos naturales, en lugar de como indispensables aliados para el desempeño económico del país que preside. La obsesión de Sánchez y de Yolanda, la nueva Phasionaria de la izquierda comunista, se llama ahora temporalidad. Hay que reducir la temporalidad, ciertamente excesiva, del mercado de trabajo español. Pero acabar con ella a cualquier precio, en una economía conformada por pymes y dependiente de un sector servicios (básicamente el turismo) de una estacionalidad manifiesta supondrá de nuevo, si Bruselas no lo remedia también, destrucción de empleo y aumento del paro. Al fin y a la postre, no hay mayor precariedad que la de estar mano sobre mano.
Hay que liberar a la empresa de los yugos que uncen su actividad. Hay que liberalizar sectores, todos, y someterlos a la más estricta competencia para abaratar precios; hay que bajar cotizaciones sociales…
Parece que no habrá cambios en los costes del despido fijados por la «abominable» reforma laboral de 2012. Manda Bruselas. En las causas objetivas seguirán vigentes los 20 días de sueldo por año trabajado, con el tope de una anualidad, y en el caso de despido improcedente, que es el que suelen fijar los jueces de lo «social» por sistema, valdrán los 33 días establecidos por la reforma Rajoy. ¡A ver cómo explicas esta bajada de enaguas, querida Yolanda, a tus compis de Comisiones! En la progresista Dinamarca, el coste del despido es casi nulo y el subsidio de desempleo está condicionado a la asistencia a cursos de formación, a buscar activamente trabajo y a aceptar la primera oferta que se recibe. Una serie de condiciones que, en general, rechaza nuestra izquierda, en el fondo profundamente franquista aunque finja ignorarlo. Y está por ver lo que ocurre con el otro gran caballo de batalla, la prevalencia de los convenios sectoriales sobre los de empresa, el otro bloque de cemento atado al cuello del que se liberaron las empresas tras la reforma de 2012. «¿Por qué si la justicia persigue la cartelización empresarial de precios que opera en contra de la libre competencia, no hace lo propio con los convenios sectoriales?», se preguntaba Jesús Banegas en un esclarecedor alegato publicado aquí hace escasas fechas.
Aurelio Medel, un antiguo alto cargo del Santander, publicaba este viernes un interesante artículo en Cinco Días en el que, tras pasar revista a las grandes magnitudes de nuestra economía, aseguraba que «los problemas de las cuentas de España se resolverían de un plumazo si el sector privado empleara a 18,5 millones de personas, en vez de 16,5 millones. El impacto sería aún mayor si esos dos millones de nuevos empleos salen de la lista de 3,5 millones de parados. Esta creación de empleo, que requiere de varios años de fuertes tasas de crecimiento, multiplicaría los ingresos por cuotas a la Seguridad Social, con lo que se salvarían las pensiones a corto y largo plazo, aumentaría los ingresos por impuestos…». Imposible no estar de acuerdo. Esa sería una revolución que volvería del revés el horizonte económico español, condenado a la mediocridad de resultados en términos de empleo y nivel de vida por culpa de la clase política que padecemos. Pero para conseguir esos 18,5 millones trabajando hay que liberar a la empresa de los yugos que uncen su actividad. Hay que liberalizar sectores, todos, y someterlos a la más estricta competencia para abaratar precios; hay que bajar cotizaciones sociales; hay que reducir -todavía más, sí- los costes de indemnización por despido (los españoles -los europeos, en general-, tendrán que elegir algún día entre el despido libre con posibilidad cierta de encontrar otro empleo al día siguiente, o el despido improcedente que impera por estos pagos, con los consabidos dos años sabáticos cobrando un paro que pagamos todos con nuestros impuestos); hay que obligar a patronal y sindicatos a financiarse con las cuotas de sus afiliados, hay que apuntalar la seguridad jurídica, y quizá algunas cosas más.
Karl Vossler, rector de la Universidad de Munich y gran hispanista, dejó escrito en su obra ‘España y Europa’ que «algo, por cierto, ha descuidado siempre la política española o no lo ha sabido entender nunca: la cuestión económica. Plena prosperidad económica no la ha gozado este pueblo ni cuando le pertenecía medio mundo en el siglo XVI y, en cambio, en la segunda mitad de ese siglo, tres veces hizo quiebra el Estado». Dando por bueno el aserto, España no está condenada a tener unas tasas de paro que avergüenzan, ni al default que parece inevitable si seguimos acumulando deuda, ni a soportar una administración elefantiásica que no funciona, ni a la crispación política permanente, ni al guerra civilismo perpetuo, ni al perenne despilfarro, ni a la corrupción… Italia, un ejemplo hasta hace cuatro días de todo lo que no se debía hacer, ha cambiado de plano y como por ensalmo. Se puede cambiar, cierto, aunque tal vez habría que empezar por no votar a presidentes capaces de plagiar sus tesis doctorales y nombrar ministros a gente que no contrataríamos en nuestra empresa ni para fregar los baños. Se trata de crear riqueza, no de repartir miseria. El milagro italiano se apellida Draghi, y su sola presencia ha sido capaz de cambiar la cara de un país que parecía condenado. Hay solución, aunque toca esperar. Mientras tanto, los empresarios españoles tendrán que seguir lidiando con esos empleados que se ponen malos cada vez que juega el Atlético de Madrid.