Juan Carlos Girauta, ABC 09/12/12
Wert, efigie en llamas, monigote de paja arrojado al Tíber, toro de los antitaurinos, pimpampum. Ni el progrerío ni el nacionalismo van a consentir que el Gobierno reforme la educación, calamidad primera de un país como sin sombra. Ya vimos con Aznar, que atacó mal el problema, cómo linchaban a Aguirre, ministra del ramo hasta 1999. Así lincharán, objetualizarán, mortificarán con bajezas ad hominem, inventarán leyendas (Sara Mago) y descenderán a manosear el nombre propio (Wertgüenza) de cualquier titular de Educación que quiera merecer el cargo.
Wert, un madrileño catalanoparlante, sólo se libraría de la hoguera si fuera negligente, si no pusiera en duda el monopolio de los ingenieros sociales sobre la máquina principal de creación y control de valores, si no tratara de enderezar una instrucción pública prostituida, obligada a desempeñar bajo secuestro, de forma intensiva, sus tareas más oscuras, su papel de puro aparato de penetración ideológica. El más alevoso, por cierto, de dichos aparatos. Por fortuna, como el toro se crece Wert en el castigo. El rayo que no cesa. Por recrear aquel verso de Miguel Hernández que Santiago González ha tenido que refrescar, El País le ha estampado a su colaborador, digo al ministro, varios artículos mugrientos. El último lo firma Manuel Rivas, siempre sutil: El perro de Wert.
También se creció Aguirre como el toro en el castigo. Sin embargo, antes de poder cumplir su cometido en Educación, saltó a la presidencia del Senado. Su sucesor, Mariano Rajoy, sólo estuvo un año en el departamento, y, tras la mayoría absoluta de 2000, dejaría su puesto a Pilar del Castillo. A finales de 2002 salió adelante la LOCE, que jamás se aplicaría. Zapatero paralizó su desarrollo, la derogó y regresó al laureado modelo socialista que conocemos. El de los campeones del fracaso escolar y el adoctrinamiento.
Regla de oro del modelo felipistazapaterino es el abandono de las responsabilidades de gobierno en la España controlada por nacionalistas. En materia lingüística, el verdadero problema catalán se llama prevaricación continuada y sistemático incumplimiento de las sentencias. Puede usted invocar hasta la afonía la jurisprudencia del Tribunal Supremo, del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña y del Tribunal Constitucional. De nada le servirá. Los de la inmersión tienen, como sabemos, dos respuestas tipo preparadas para tan desagradable ocasión. A saber. Una, en Cataluña no hay ningún conflicto lingüístico; dos, los niños catalanes conocen perfectamente la lengua castellana al terminar su enseñanza. A partir de ahí topará con un muro, caerá en un bucle, se enfrentará a una estatua. No importa que le dé la razón a su interlocutor en ambas afirmaciones. Hágalo y verá. Pruebe a decir lo siguiente:
Bien, lo acepto; sin embargo no es ésa la cuestión. La cuestión es que las sentencias judiciales obligan a los poderes públicos. Y, en este caso, obligan a que el castellano sea también lengua vehicular en Cataluña. Repito: «también». (En este punto se le acusará de enemigo de Cataluña, de querer eliminar el catalán, de genocida lingüístico, de franquista, de fascista, de nazi.) ¿Me está escuchando usted? He dicho… ¡«también»! Ambas deben ser lenguas vehiculares en una proporción equilibrada que, además, ¡decidirá la Generalidad!
Le atrapará de nuevo el bucle: en Cataluña no hay conflicto lingüístico; todos los niños hablan perfectamente el… Aquí se desesperará usted, salvo que, como el toro, se crezca en el castigo. Cosas demasiado importantes dependen de una reforma educativa que va mucho más allá de las lenguas vehiculares. Pero más acá está el acatamiento de las sentencias. Sin él, la ley no es nada. Sin él no hay derecho, libertad ni ciudadanos.
Juan Carlos Girauta, ABC 09/12/12