Joseba Arregi, EL CORREO, 29/5/12
En este contexto de falta radical de confianza, la política se convierte, con necesidad sistémica, en simple juego de poder. Conquistarlo o mantenerlo, no hay otra alternativa, aunque el para qué haya desaparecido del horizonte
No hace tanto tiempo que en algunas revistas internacionales se hablaba del índice R, un índice que se refería a la frecuencia de aparición de la palabra Recesión: a partir de cierta frecuencia, la recesión era un hecho y no un pronóstico. Algo parecido se puede decir de la actualidad: posee un índice propio, el índice C. Este índice se refiere a la Credibilidad e indica que su falta es el gran mal de nuestros días.
Los políticos no son creíbles. Las instituciones ha perdido credibilidad. Los mercados no creen a los gobiernos. Los ciudadanos no creen en la política. Nada ni nadie es ya fiable. Sin austeridad no hay salida de la crisis. Con austeridad no hay salida de la crisis. Sin crecimiento no hay salida de la crisis, pero no hay dinero para pagar el crecimiento, si no es dándole a la máquina de hacer billetes –la receta de EE UU–, pero eso no significa más que pasar la factura a las generaciones venideras que no cuentan con ningún representante en el juego de poder de la actualidad.
No son los indignados los que caracterizan lo que está sucediendo en la actualidad. Es la falta de credibilidad, la falta de confianza en algo, en alguien, aunque sea en uno mismo. Pero quizá la mayor falta de confianza radique en uno mismo, en la distancia que existe entre la afirmación de que la juventud actual es la mejor preparada de la historia y la realidad del mercado de trabajo. Tampoco los indignados son creíbles: no se ha visto manifestación ni protesta alguna por el descenso de la calidad de las universidades, no se ha visto manifestación ni protesta alguna por la aplicación del proceso de Bolonia que se está llevando a cabo en la universidad española, y que la está condenando a la falta de calidad para toda una generación –las protestas que hubo en su día eran contra lo único válido de la reforma que no se ha aplicado–.
En este contexto de falta radical de confianza, de falta de credibilidad, la política se convierte, con necesidad sistémica, en simple juego de poder. Conquistarlo o mantenerlo, no hay otra alternativa, aunque el para qué haya desaparecido del horizonte. Nadie tiene una propuesta para lo que debiera ser una Europa unida pero no uniformizada. Nadie tiene una receta para volver a articular una propuesta de izquierdas –de una propuesta conservadora parece que no puede esperarse nunca un proyecto de futuro, grave error–, los nacionalismos cabalgan a sus anchas –los sentimientos no necesitan articulación racional alguna, por eso son siempre mucho más problema que solución–, el populismo se viste de apelaciones a la ciudadanía, aunque los ciudadanos concretos estén totalmente ausentes de dichas apelaciones.
Dice el refrán que a perro flaco todo son pulgas. Nos ha tocado vivir la época de las vacas flacas a las que se refería el sueño del faraón interpretado por José. Si todo son pulgas, el trabajo consiste en saber descifrar cuáles son estrictamente pulgas que hay que saber aguantar, y cuáles son enfermedades mayores que es preciso diagnosticar para superarlas. El problema es que ni siquiera parecemos capaces de un diagnóstico acertado.
Somos más pobres de lo que creíamos. Hemos vivido de unos ingresos que no se podían mantener, porque la fuente era el ladrillo. Una producción de ingresos insostenible en el tiempo que ha traído el empobrecimiento correspondiente. Pero sobre esos ingresos, faltos de credibilidad a toda luz, hemos construido nuestro particular Estado de bienestar. Y ahora no podemos pagarlo. Pero tampoco podemos desmontarlo sin hacer daño a personas concretas.
Pero hay algo peor: por contar con una fuente de ingresos insostenible en el tiempo, no hemos hecho los esfuerzos suficientes para sentar las bases de otras fuentes de ingresos más sostenibles, fuentes que pasan por la productividad y la competitividad, y ambas pasan por el sistema escolar y la universidad.
Y lo que importa en el sistema escolar y en la universidad es la calidad, y no la cantidad. Hemos destrozado sistemáticamente las enseñanzas medias. No hemos mejorado la base de la enseñanza básica, la adquisición de los lenguajes básicos. En su lugar hemos inflado el currículum con materias novedosas, muy modernas, muy bien sonantes, pero quitando tiempo y esfuerzo al aprendizaje de los lenguajes básicos. Hemos multiplicado las universidades, las carreras, los títulos propios, los profesores, los licenciados, sin referencia alguna al entorno social, económico, productivo, cultural.
Tenemos más kilómetros de tren de alta velocidad que Alemania, más estudiantes universitarios que Alemania, tenemos más aeropuertos que nadie, más museos, centros de cultura moderna, más orquestas que nadie, probablemente más directores de cine que nadie, más número de largometrajes producidos al año que nadie.
Es cierto que a la hora de aplicar medidas de austeridad alguien debiera pensar en lo que nos va a ser necesario para un futuro más sostenible, más productivo y más competitivo. Pero sería bueno que nadie se creyera con derecho a impartir docencia ex cathedra sin atender a la productividad real de su propio sistema. Al fin y al cabo algo es bastante cierto: que aunque la tendencia nacionalista y populista sea la del sálvese quien pueda, nadie se va a salvar en soledad. Hay momentos en la historia en los que la solidaridad antes que virtud es necesidad imperiosa.
Joseba Arregi, EL CORREO, 29/5/12