Juan Carlos Girauta-ABC

  • Iniciado el mal sueño en 2019, este es el cuarto año que retratarán los libros con los trazos sombríos de la nueva peste

La pandemia ha hecho verosímil casi cualquier escenario, y la dependencia financiera de los clics en los medios de comunicación no ayuda mucho. Se han vuelto cotidianas las imágenes de grupo en traje de protección biológica. Antes, con cinco de esos buzos de secano, de riguroso y alarmante blanco, te montaban una escena de impacto en cualquier peli. Los habíamos visto en ‘E.T.’ o en ‘Epidemia’, la de Dustin Hoffrman, y daban una sensación de espanto y asfixia. De la ficción saltaron un buen día a las noticias: por millares desinfectaban las calles de Wuhan, o eso decían. Remataban su uniforme con botas altas plateadas. Parecía la licencia de un responsable de vestuario hollywoodiense.

Por no hablar de las calles desiertas cuando el confinamiento. Nos habituamos a fotografías antes impensables fuera de algún cuadro hiperrealista o de la gran pantalla. Cómo olvidar el efecto que provocaba en ‘Abre los ojos’ la visión de la Gran Vía de Madrid sin más presencia que la de Eduardo Noriega en busca de otra alma, corriendo estremecido por el centro de la ancha calle desolada en una mañana de pesadilla.

Iniciado el mal sueño en 2019, como recuerda el nombre del virus mutante, este es el cuarto año que retratarán los libros con los trazos sombríos de la nueva peste. Como sabe o debiera saber cualquier escritor, Coleridge llamó ‘suspensión de la incredulidad’ al mecanismo que permite al lector de un relato de contenido inverosímil seguir interesado en la historia. Este recurso de la ficción ha operado sin autor en nuestra realidad. Hoy la incredulidad está suspendida, y gente razonable ya no descarta nada. Así las cosas, incontables blogs, podcasts, vídeos y panfletos digitales logran difundir con éxito toda suerte de teorías de conspiración sin que la mínima prudencia atempere a los receptores. La prudencia que aconseja al menos verificar la fuente. Las granjas de bots con que los rusos condicionaron (digo condicionaron, no determinaron, pues eso es indemostrable) las elecciones estadounidenses, el referéndum del Brexit o el ‘procés’ catalán ven el cielo abierto porque las patrañas que fabrican y la desinformación que practican pueden esparcirse sin topar con los muros de la cautela. No es solo Rusia, claro está, aunque al imperio resurgido corresponda el triste mérito de la taylorización del embuste.

No esperen que los verificadores profesionales, las agencias que se arrogan la posesión en exclusiva de la verdad y la potestad de la censura (que nadie debería ostentar), ayuden a despejar las trolas, interesadas o no. Es justamente el interés lo que mueve a quien compagina tales tareas con el periodismo. Un periodismo de activista que usa dos cedazos. Por uno no se cuela nada, ni el matiz de una preposición discutible. El otro lo atraviesan los pedruscos. Que se verifiquen a sí mismos. Al final solo podemos contar con nuestro sentido crítico, como siempre ha sido.