EL MUNDO 18/05/13
ARCADI ESPADA
Querido J:
Entre los ratos mejor aprovechados de los últimos meses estarán los que he dedicado a la estricta observancia del cine documental. Este gran momento del cine fáctico tiene dos explicaciones fundamentales. Una: el cuadrado aburrimiento de la ficción y el convencimiento ya bastante generalizado entre los creadores de que la narración de los hechos debe someterse a las mismas exigencias estéticas de lo ficcional. Esta observancia mía no ha estado libre de problemas ni de indignaciones, dado mi carácter. He quedado asombrado de la sinvergonzonería de Andrew Jarecki y su Todas las cosas buenas, que es una película de ficción como la palabra casa es ficción respecto a una casa. Me asombra que aún no esté en la cárcel. Pero parece que el principal damnificado de sus elucubraciones, el troceador de cuerpos, Robert Durst, está encantado con la película, lo que hace aún más asombroso este caso. Ya te hablé, en una carta anterior, de Fraga y Fidel, de Manuel Fernández-Valdés, que ahora se estrena en Madrid. Me encantó, verbo exacto, el documental sobre Rodríguez, Searching for Sugar Man, incluso en sus dosis de azuquita: tiene momentos de una gran emotividad y belleza y alguna trampa narrativa demasiado evidente. Hoy quiero hablarte del último, El Impostor, tal vez el mejor de los que he visto; pero, sobre todo, el que me ha hecho dar más vueltas a la cabeza. Como me has dicho que no te importa el spoiler voy a ello.
Un niño de 13 años desaparece. Un joven se hace pasar por él, tres años después. La familia cree el engaño y acoge al impostor. Hasta aquí la acción no te permite cerrar la boca. Por la pantalla van desfilando la madre, la hermana, el hermano, el hermanastro y algunos amigos y vecinos. Y, dominando la escena, el impostor, un francés llamado Frédéric Bourdin. La acción está contada desde el descubrimiento del engaño y la narración progresa describiendo cómo Bourdin se hizo pasar por Nicholas Barclay, cómo la familia le creyó y cómo lo descubrieron. Es un aliciente menor que parte de la historia suceda en España, concretamente en la ciudad jienense de Linares. (La delegación andaluza de este periódico donde te echo las cartas habría de investigar, por cierto, si la inverosímil escena nocturna del año 1997 en la que el francés planea su jugada –y ya descrita así, en 2008, por David Grann en su seminal artículo del New Yorker–, se produjo tal como gozosamente se cuenta).
«‘El Impostor’: un niño de 13 años desaparece. Un joven se hace pasar por él, tres años después»
Hasta aquí la película es una exhibición, como yo no soy consciente de haber visto ninguna, del llamado sesgo de confirmación, ese animalito psicológico que nos demuestra nuestra plena disposición a creer lo que queremos creer. Parece como si Leonard Mlodinow, el autor del instructivo Subliminal, hubiese visto la película: «Los estudios recientes de imagen cerebral comienzan a arrojar luz sobre el modo en que nuestro cerebro crea estos sesgos inconscientes. Lo que muestran es que cuando el cerebro evalúa datos emocionalmente relevantes, incluye automáticamente nuestras querencias, sueños y deseos. Los cálculos internos que creemos objetivos no son realmente los cálculos que haría una computadora emocionalmente distanciada sino que, de manera explícita, se ven influidos por quiénes somos y lo que buscamos».
Como Google.
«La familia cree el engaño y acoge al impostor. Hasta aquí la acción no te permite cerrar la boca»
Cuando Bourdin apareció en la vida de la familia de Nicholas tenía 23 años. El niño no podría tener más de 17. Nicholas era rubio y tenía los ojos azules. Bourdin, un francés de origen argelino, era moreno y tenía los ojos marrones. La lengua materna de Nicholas era el inglés. Bourdin hablaba un inglés con todos los acentos. Pero lo creyeron. Por creerlo hasta lo creyó una buena señora del FBI que aparece también en la película dando unas inquietantes explicaciones sobre los protocolos que utilizó para legalizar a Bourdin como Nicholas. No te revelaré más detalles pero te anticipo que el francés no utilizó estrategias demasiado sofisticadas para ganarse la confianza de la familia y las autoridades. Si acaso, una cierta sangre fría y una especialidad en la materia: ni era la primera vez ni sería la última que se hacía pasar por otro.
Mientras prácticamente hipnotizado por lo que estaba viendo le iba dando vueltas al sesgo, algo sucedió. Todo empezó con una insinuación de Bourdin. Luego apareció otra vez el detective. Y ahí estaba la hermana de Nicholas justificándose. Lo cierto es que la hipótesis ya se había apoderado de la película. Si creyeron lo de Bourdin no había sido inconscientemente, sino a plena conciencia. Porque eran ellos los que habían hecho desaparecer a Nicholas.
Uf.
Me desinflé en la butaca.
Es verdad que el hermano Jason, ya muerto, sólo le había dicho a Bourdin: «Suerte, muchacho», la única que vez que fue a verle. En la hipótesis del crimen familiar era el principal sospechoso. Pero la importante era la hermana. Ella fue a buscar a Bourdin a España, lo trajo, creyó en él desde el principio. Ahora estaba respondiendo a las sospechas el guionista. Pero decía algo extremadamente razonable. Que es absurdo pensar que supieran lo que le había pasado a Nicholas. Cuando apareció Bourdin nadie los acusaba de nada y todo había sido olvidado. Qué interés iban a tener ellos, como presuntos asesinos o cómplices, en volver a poner el asunto bajo el foco. Parecía lógico, pero la película entró en un túnel del que ya no saldría.
Nicholas Barclay sigue desaparecido. Nadie ha sido acusado del supuesto crimen. Frédéric Bourdin, que cumplió cárcel por su impostura, se ha casado y tiene tres hijos: no sé si es lo más sorprendente del asunto. La película no puede llegar más lejos de lo que puede llegar. Es decepcionante, pero honrada. En la necesaria resolución del caso no sólo hay un imperativo moral. También hay un imperativo científico. Saber hasta qué punto hay que creer para ver.
Sigue con salud,
A.