GABRIEL ALBIAC, ABC – 11/09/14
· Los dos grandes partidos van ahora a ser barridos, como sucedió a los de Italia en los noventa.
Un día, llega un día finalmente en el que todo se nos desmorona. En eso estamos. No es nada. Apenas si una ley de la materia, que dio origen al pensar de los viejos griegos, tan serenos: vivir es la peculiaridad de aquello que está muriendo, y lo único que no se extingue es lo que no ha existido; llamar a algo inmortal es decir que ha muerto. Los crepúsculos son bellos. Pero hieren. O dan miedo. Aunque nadie hay tan lerdo que ignore que es éste el precio a pagar por la travesía: el esplendor anuncia la tiniebla, ese curso nocturno al cual Virgilo entrega a los héroes que, tras la epopeya, van «oscuros por las sombras bajo la noche solitaria». No se lamenta eso. Sería lamentar haber vivido. La noche es el momento idóneo para reflexionar sobre el engaño que encubrió la luz.
Es lo que andamos, estos días, completando: el catálogo de nuestros escombros. Se ha cerrado un ciclo. Engañoso en su brillo, como corresponde al después de una dictadura. Pero las luces se fueron apagando. Y puede que esta penumbra sirva, al menos, para, en la desilusión, ser menos ciegos de cuanto lo hemos sido en años a los cuales nuestra plácida indolencia enmascaró de admirable ascenso. Sólo en el vértigo de la nostalgia empezamos a aceptar que fuimos engañados. Por nosotros mismos. Que el tiempo es nuestra única esencia. Y que «tiempo» es el nombre impropio de la muerte. Se puede decir en la intratable dureza conceptual de Heráclito: «Idéntico en nosotros lo viviente y lo muerto… Todas las cosas son y no son». O se puede en el sencillo lirismo del mejor Springsteen: «Todo muere, chica, eso es un hecho». Y nuestros mundos caen. Igual que nosotros. Igual que todo.
Atónitos vemos llegar el día del derrumbe. Las elecciones autonómicas y municipales pondrán fecha de caducidad al modelo. No habrá vuelco, esta vez, entre simétricas derecha e izquierda. Que hoy ya todos sabemos tan iguales. Habrá desintegración. No regulable. Muy pocas capitales importantes podrán ser establemente gestionadas. Ni una sola comunidad autónoma, probablemente. Un modelo se extingue. Y no sabemos cosa alguna del que viene. Nada muy extraordinario, desde luego. Lo de siempre: esa hora que nada puede exorcizar, la de desmoronarse.
Un abuso retórico insufrible desdobló el insufrible despilfarro de estos decenios. Era parte del juego, eso de proclamar una modernidad pluscuamperfecta que ponía a este país en la cima del mundo. Sin un duro para respaldar tan prestante donosura. Era parte del juego. Parte suya, también, las tonterías autonómicas, los suicidios nacionalistas. Los juegos son entretenidos y sedantes. Siempre que uno no se los crea. De otro modo, despertará en lo de ahora.
La euforia de los ochenta y los noventa camufló lo quebradizo de este suelo de vidrio sobre el cual vivíamos. Nadie quiso detenerse y abrir la áspera tarea de refundarlo todo: economía como instituciones. ¡Todo era tan alegre, todo tan abundante y sin esfuerzo! Quienes vivían de la política vivían inimaginablemente bien para ser gentes sin cualificación alguna; los ciudadanos nada percibían de que el edificio entero fuera a caérseles encima.
Vencieron todas las fechas de pago. Los dos grandes partidos van ahora a ser barridos, como sucedió a los de Italia en los noventa. Y la descomposición populista que creció entonces en aquel vacío anuncia lo más previsible de nuestro propio futuro. No tiene, desde luego, maldita sea la gracia. Pero lo hemos dejado ser así. Y no tiene ya remedio que esto se nos desmorone.
GABRIEL ALBIAC, ABC – 11/09/14