ARCADI ESPADA-El Mundo

Mi liberada:

Darle un nombre a los hechos es fundamental. Tanto como dárselo a los individuos. ¿Qué sería de ti, por ejemplo, si yo no te hubiera nombrado de manera tan precisa? Estos días se cumple el 25 aniversario del intento de exterminio de los tutsis a manos de los hutus. El de Ruanda fue un genocidio hecho a mano. Tartar de hombre a cuchillo y a la luz del día. Después de Auschwitz la pregunta fue si podría repetirse y Ruanda es la pavorosa respuesta. Centenares de miles de muertos en 100 días. El genocidio fue posible por la sombría pasividad occidental ante el río de sangre negra. No hay mejor expresión de tal pasividad que las vueltas y revueltas que dio Occidente hasta encontrar una palabra que describiera lo que estaba sucediendo. Y en su tardanza para nombrarlo, para llamarlo genocidio, está también la explicación de que el genocidio se extendiese.

El nombre de los hechos está lógicamente vinculado además al tipo penal –o sea, la descripción precisa de una conducta delictiva– donde encajen. El juicio a los nacionalistas catalanes se debate entre calificar de rebelión, sedición, conspiración o mera desobediencia los hechos de octubre. Esta incertidumbre, cuya importancia jurídica se traduce en la sustancial diferencia de penas que cada uno de esos delitos supone, tiene que ver también con la ausencia de un nombre genérico para esos hechos. Los nacionalistas usan El Proceso, refiriéndose al camino emprendido hacia la independencia. Es una broma amarga para ellos que el Proceso haya acabado ahora en un proceso penal.

El Proceso es la denominación más común, porque los nacionalistas dominan las palabras y la neutralidad de proceso satisface sus propósitos. Una posibilidad de neutralidad objetiva similar habría sido aludir a «los hechos de octubre», fets d’octubre, en vernáculo. Pero estaba ocupado: octubre es un mes de asaltos y los nacionalistas ya habían intentado algo parecido –también acabaron en la cárcel e indultados– en 1934. Proceso y hechos de octubre son insuficientes, en cualquier caso, porque no incluyen la imprescindible naturaleza delictiva.

El problema surge al incluirla, claro está. Golpe de Estado ha sido tal vez el intento semántico más popular. Su primer problema es golpe. Describe un suceso, una acción repentina y acotada. Se lleva demasiado mal con proceso. En el sintagma, Estado es la palabra fundamental. Y precisa. Los nacionalistas se rebelan contra el Estado. Pero tienen gran interés en proclamar a los cuatro vientos que su movimiento es democrático. Y, además, que es de abajo arriba, del pueblo al Estado y no viceversa. Una de sus consabidos fakes, desde luego. Aunque la comparación les parezca repulsiva, el Proceso se parece mucho al movimiento que se inició en 1986 en Belgrado, cuando la Academia Serbia de Artes y Ciencias apareció como autora de un fantasmal Memorándum–más allá de citas dispersas supuestamente desgajadas de él nadie parece haberlo visto el texto original– que denunciaba una presunta discriminación de los serbios en el conjunto de Yugoslavia. Cuando después de haber destruido la federación política yugoslava la iniciativa de las élites llegó al pueblo ya lo hizo en forma de guerra, lo que trajo el beneficio semántico de una denominación inequívoca: y es que realmente no hay mal que por bien no venga. No es este el caso español donde la ley ha cerrado el paso a la guerra. Pero aunque la palabra Estado señala bien –ha sido una fracción del Estado español la que se ha rebelado contra el conjunto–, golpe de Estado connota tanto lo militar que casi denota. Y aun asumiendo las fantasías que inspiró el comisario Trapero a la versión más sexy del independentismo, el factor militar del golpe es inexistente.

De la tentación de alejarse de la retórica castrense surgen otras opciones. Revolución o insurrección, por ejemplo. Aunque esas palabras les vengan grandes a los tumultos organizados por los nacionalistas –los tumultos se extinguieron después del 1 de octubre y de los primeros y únicos porrazos que se ha llevado hasta ahora el Proceso–, el problema es simétricamente inverso al que plantea golpe de Estado: si en los golpes suele haber militares, los ministros no proliferan en las revoluciones. Las revoluciones suelen hacerse contra los ministros. Revolución e insurrección tienen otros problemas. Uno, casi cómico: y es la traición del pueblo catalunyés a sus élites, a las que dejó colgando de la brocha después de haberlas engolosinado con la hipótesis del levantamiento popular: algo que además prueba el carácter descendente del Proceso que antes te mencionaba. Otro problema es de índole moral: revolución está marcada por una inconfundible connotación unánime. Y entre las evidencias más finamente enmascaradas por los nacionalistas está la de que el Proceso se ha hecho contra la mitad de la población de Cataluña. Su ficción preferida, durante mucho tiempo, fue la de ser un solo pueblo. Es decir, ¡lo dijeran o no!, la ficción de una comunidad con una sola lengua y una sola fe. El Proceso ha supuesto la plasmación desacomplejada de esa ficción.Todo empezó cuando una mitad le dijo a la otra mitad: os vais a enterar de si somos o no un solo pueblo, idiotas.

La otra mañana, despertando, en la hora mejor iluminada, entró de pronto crimen de Estado a nombrar lo que ha sucedido en Cataluña. Crimen de Estado tiene un eco definido en España. Un eco que mide bien, además, la distinta responsabilidad sobre sus actos con la que aquí cargan izquierda y derecha. Es un llamativo ejercicio del tipo ucrónico el plantearse –observando, por ejemplo, el funcionamiento de la palabra Gürtel– cuál habría sido el eco de los 26 asesinatos atribuidos al Gal si un gobierno de derechas los hubiera propiciado. Las palabras están regidas por un permanente capricho contextual y sacar crimen de Estado del ámbito político de la derecha es muy complicado. El Gal fue un crimen de estado de libro… salvo por el implacable detalle de que hubiera debido de cometerlo la derecha. Una limitación parecida afecta a la posibilidad de que designe al Proceso. Entre los prodigios nacionalistas está la opinión general de que no son de derechas. Tan general y tan exitosa que nos ha llevado a tantos –tú no, mi vida– a militar en la derecha socialdemócrata, porque nada peor hay en este mundo que ser un pleonasmo, o sea, un nacionalista de izquierdas. Además de ser de derechas crimen de Estado tiene un problema capilar: en cuanto aprietas crimen brota la sangre. Pero, obviamente, hay crímenes sin sangre y este es uno de ellos. La violencia aparente del sintagma es su virtud principal. Lo que merecéis, entiéndeme. Es una plausible hipótesis el que un grupo organizado de nacionalistas pusieron la fracción del Estado que gestionaban al servicio de sus planes criminales. Sin embargo, la violencia de la fulguración verbal es compatible con un ecuánime rigor de fondo. El juez Marchena tiene las manos semánticamente libres para decretar qué tipo de crimen de Estado cometieron. Y esa es, por cierto, toda la libertad que le conceden los hechos.

Sigue ciega tu camino.

A.