- Sería un consuelo que un número significativo de diputados se desmarque de estos nombramientos de magistrados del TC desafiando el dictado de sus partidos y atendiendo al de sus conciencias
Mediante una votación secreta y telemática, el Congreso de los Diputados asesta hoy una puñalada trapera al Tribunal Constitucional y lo sentencia como un órgano de garantías constitucionales sin la necesaria reputación en el sistema democrático. Una mayoría de 3/5 de los diputados (210) elegirá a cuatro juristas para que ocupen plaza durante nueve años en el TC según el reparto —que no acuerdo— establecido por el Gobierno (PSOE y UP) y el PP. Los elegidos, por distintos motivos, y unos más que otros, no están a la altura de los requerimientos de excelencia que exige la difícil tarea de interpretar con independencia plena el texto de la Constitución en su letra y en su espíritu.
Cuando se conocieron las nominaciones de Enrique Arnaldo (PP), Concepción Espejel (PP), Ramón Sáez (UP) e Inmaculada Montalbán (PSOE), la mayoría de los medios destacaron su “alto perfil político”, expresión que encierra el eufemismo que camufla que son personas con fuertes tendencias partidistas. En el caso de Enrique Arnaldo, catedrático de Derecho Constitucional y letrado de las Cortes, no hay más que leer la crónica de nuestro compañero José María Olmo para deducir que se trata de una elección clamorosamente errónea (o interesada) del PP, distinta pero no distante a la de Concepción Espejel, presidenta de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional, recusada por decisión de sus compañeros para intervenir en uno de los procesos penales por corrupción que afectaron al partido que la propone.
Por lo que se refiere a Ramón Sáez, la lectura de alguno de sus trabajos y determinadas ponencias remite a un magistrado de la Audiencia Nacional cargado de ideología de proximidad promiscua con la izquierda que le apadrina. Es para recordar cómo, siendo ponente de la sentencia, se absolvió a los asaltantes del Parlamento catalán en 2011, resolución que fue revocada por el Supremo. Por fin, baste decir que Inmaculada Montalbán, además de dar un increíble y precipitado salto de pértiga de un Tribunal Superior al Constitucional —es magistrada del de Andalucía—, fue condecorada por el PSOE con la medalla de la comunidad. O sea, ‘una de las nuestras’.
De los tres magistrados designados, dos prestan servicios en la jurisdicción penal (Espejel y Sáez) y otra en la contencioso-administrativa (Inmaculada Montalbán), pero ninguno de ellos lo hace en el Tribunal Supremo y no se les conocen publicaciones de derecho constitucional u otras ramas conexas con esa especialidad. Enrique Arnaldo es competente —sus dos oposiciones lo acreditan—, pero su trayectoria le resta la autoridad moral que debe ser consustancial a un magistrado del TC.
En estas circunstancias, el Congreso —dicen algunos diputados que “con la nariz tapada”— echará una paletada de tierra sobre el ataúd del Constitucional transido por una crisis prácticamente estructural en la medida en que los partidos lo han considerado un botín para asegurarse adhesiones en vez de que sus candidatos a magistrado prestigien la justicia constitucional.
El órgano de garantías arrastra una colección de fracasos: retrasos puramente políticos en la emisión de sentencias; divisiones banderizas formuladas a veces en términos intolerables; apriorismos ideológicos frente a los técnicos al abordar las deliberaciones y los fallos, y, en definitiva, una ausencia perturbadora de consenso en la interpretación de las normas constitucionales que responde más a sesgos subjetivos que a la utilización de los mejores criterios de la praxis jurídica. Generalizar no es justo, pero la “irrelevancia” a la que aludió ayer en ‘El País’ su expresidente, el catedrático Pedro Cruz Villalón, como mal que afecta al tribunal, no hará sino acentuarse con la incorporación de esta tanda de magistrados y, en particular, de aquellos que, como Enrique Arnaldo, deberán abstenerse seguramente en muchos asuntos y que serán cuestionados de continuo.
No cabe achacar la responsabilidad de este reparto —que no consenso— al procedimiento de elección, sino a los baremos espurios que manejan los partidos para arrimar el ascua a su sardina. Carecen de sentido de Estado; de grandeza democrática; de respeto a la Constitución que dicen cumplir con este trámite. Así van a acabar —criminalmente, desde el punto de vista político— con una pieza básica de la institucionalización española que, salvo en algunas épocas, siempre fue polémica: desde el caso Rumasa (1983) hasta la sentencia del Estatuto catalán (2009).
Cuando exista la posibilidad de reformar la Constitución, será necesario entrar con bisturí en su Título IX, que regula el Tribunal Constitucional, y exigir algunos requisitos más a los posibles magistrados. No debería bastar que sean jueces, fiscales, funcionarios públicos, profesores o abogados, todos ellos juristas de reconocida competencia y 15 años de ejercicio profesional. Sería necesario añadir más condiciones intangibles y que estas sean examinadas —y no como ahora, a beneficio de inventario— por la comisión correspondiente del Congreso. O buscar una alternativa: bien investirlos vitaliciamente para garantizar así su permanente inamovilidad y, por lo tanto, su independencia, bien crear otro tipo de órgano que interprete la Constitución como, por ejemplo, una sala especial del Tribunal Supremo integrada por magistrados profesionales especializados en materia constitucional como los de la Tercera lo son en derecho administrativo.
Sería un consuelo —pequeño, pero consuelo— que un número significativo de diputados del PP, del PSOE y de UP se desmarque y vote en contra o en blanco estos nombramientos desafiando el dictado de sus partidos y atendiendo al de sus conciencias. No ocurrirá, pero sería deseable que sucediera.