ROGELIO ALONSO, EL CORREO 27/05/2013
· Años atrás, en su editorial del 10 de febrero de 2003, EL CORREO afirmaba: «Mientras el nacionalismo gobernante trata de manejar con sumo cuidado los equilibrios dentro de la comunidad abertzale, el nacionalismo violento prosigue con su plan de limpieza ideológica. Mientras el nacionalismo gobernante prepara la cesta electoral para recoger cuanto voto se desprenda de Batasuna, los no nacionalistas se enfrentan de nuevo a la dificultad de asegurar su presencia en los próximos comicios». Otro diario ratificaba el certero análisis indicando que la estrategia de acoso terrorista quería provocar el abandono de la vida pública de los no nacionalistas. Estas citas recuerdan que los asesinatos de ETA tienen una motivación política, como reconocen sus representantes en las instituciones y otros dirigentes nacionalistas. Pero esa admisión obliga también, y sobre todo, a no ignorar las consecuencias políticas de dichos crímenes.
Como Alan Wolfe escribe en ‘La maldad política’, «llamar políticos a los que cometen actos de terrorismo, limpiezas étnicas o genocidios no los convierte en menos malvados de lo que son en realidad. Por el contrario, nos permite concentrarnos en la forma que tienen de seleccionar sus objetivos, elegir sus medios, obtener sus capacidades y llevar a cabo sus intenciones». Por ello los partidos democráticos deben exigir responsabilidades a quienes aún justifican los asesinatos de ETA para imponer un proyecto político que estos siguen legitimando. Quienes han violado gravemente los derechos humanos persiguiendo la exclusión social y política de muchos ciudadanos, quienes han asesinado para imponer una determinada ideología nacionalista, deben rendir cuentas. De lo contrario, se idealizará el nuevo contexto asumiéndose la falsa apariencia de que ETA no existe mientras sus representantes políticos se benefician de su presencia en la sombra. Se estará reconociendo la naturaleza política del terrorismo, pero ignorándose sus graves consecuencias sobre el tejido político y social al eludirse la imprescindible rendición de cuentas de quienes ahora se valen de la democracia para dañarla.
Se alimenta así la ilusión de que se hace política sin ETA cuando es evidente que la banda y los efectos de su violencia están muy presentes. Entre ellas, una anómala y desigual situación como lo es que quienes continúan legitimando la ‘limpieza ideológica’ de una parte de la sociedad vasca corrompen hoy el sistema democrático defendiendo los intereses de un grupo terrorista que se niega a desaparecer. Este injusto relativismo y ventajismo pervierte la democracia estimulando una peligrosa espiral del silencio como la que el terrorismo propició. El miedo a cuestionar los graves déficits del ‘nuevo tiempo’ induce a una perjudicial conformidad con un sistema viciado. Esa atmósfera genera una considerable presión sobre aquellos que denuncian lo incoherente que resulta manipular los principios del Estado de derecho para favorecer los intereses de quienes lo desprecian.
Si todavía hay partidos que justifican el acoso sistemático que muchos ciudadanos han sufrido, los intentos de borrarles del mapa político y su silenciamiento, es obvio que aquellos persiguen un proyecto político contrario a la democracia. Su aparente aceptación del sistema no merece recompensa alguna, sino un nivel de exigencia muy superior al que en estos momentos tímidamente se plantea. La falsa integración de los radicales que algunos ensalzan no consolida el final de la violencia, pues perpetúa la legitimidad de la coacción terrorista, implícita o explícita. Se construye así una sociedad que rehúsa la verdadera deslegitimación del terrorismo, conformista con meras invocaciones a tan necesario objetivo.
Las esporádicas exigencias públicas a los representantes de ETA quedan invalidadas por una realidad que normaliza algo anormal: la presencia institucional de los defensores de graves violaciones de derechos fundamentales sin que se tomen medidas para evitarlo. De nada sirve demandar un ‘suelo ético’ que el brazo político de ETA no alcanza sin que ello acarree verdaderas y eficaces sanciones. El repetido incumplimiento de exigencias meramente retóricas banaliza la magnitud de tan reveladoras carencias, minimizándose así que cientos de seres humanos fueron asesinados para imponer un proyecto político desarrollado sobre esos crímenes. Si esa ‘normalidad’ sigue normalizándose, indefectiblemente la legitimidad democrática se verá dañada. La legitimidad de los sistemas políticos es una creencia inestable que se forma y cuestiona en función de ciertos desafíos. De ahí el peligro de aceptar, en un país donde una banda terrorista ha atacado esa legitimidad durante décadas, una socialización política que institucionaliza la legitimación del terrorismo que los valedores de ETA se niegan a condenar.
El reconocimiento de la motivación política de los crímenes terroristas exige afrontar las consecuencias de la discriminación política e ideológica perseguida por ETA y su entorno. Como escribió Aurelio Arteta, «insistir en que el terrorismo tiene una inspiración política obliga al ciudadano a pronunciarse sobre esa inspiración; no sólo a repudiarlo, sino a juzgar también la justicia de la causa política a la que sirven». El terrorismo etarra obedece a una estrategia de discriminación política e ideológica que no debe ser recompensada. Desgraciadamente esa barbarie sí encuentra recompensa cuando se renuncia a desafiar la normalizada presencia institucional de quienes desprecian derechos y libertades fundamentales. O cuando el nacionalismo democrático, no terrorista, e incluso quienes han sufrido la violencia, se sustraen al hecho de que el terrorismo etarra es nacionalista, como el proyecto que sus herederos siguen propugnando. Por ello, estériles resultan los discursos de impotente protesta cuando los cómplices de ETA revelan de forma diáfana su simbiosis con el proyecto de la banda erigido sobre flagrantes violaciones de los derechos humanos.
ROGELIO ALONSO, EL CORREO 27/05/2013