Isabel San Sebastián-ABC
- Constituye un ejemplo único en el mundo democrático que la expendedora oficial de carnés de ‘buena feminista’ sea la pareja del vicepresidente del Gobierno
Desde que Clara Campoamor consiguiera que las Cortes aprobaran el sufragio femenino, con la oposición frontal y virulenta de la radical-socialista Victoria Kent, cualquiera que se haya tomado la molestia de indagar en la historia y la sociología españolas sabe que existen tantas formas de entender el feminismo como mujeres y visiones de la vida. Porque, antes que mujeres, somos personas; no ‘cuerpos que se juntan’ para defender derechos, en elocuente expresión de la ministra de Igualdad.
Hay feministas partidarias de la ‘autodeterminación sexual’; esto es, de que cada cual decida en cada momento el ‘género’ que desea encarnar, y otras que abogan por incluir en la categoría de ‘mujer’ únicamente a las nacidas con atributos sexuales femeninos. Las hay favorables a la ‘ley Trans’ de la factoría Montero o rabiosamente contrarias a que criaturas menores de edad puedan hormonarse y mutilarse a voluntad. Algunas defienden sin complejos la maternidad subrogada y no faltan las que denuestan esta práctica, que equiparan a la prostitución. Incluso existen feministas proclives a legalizar el sexo a cambio de dinero, aunque la mayoría del movimiento se opone. Están las feministas que hacen bandera del aborto libre e indiscriminado, accesible a niñas de 16 años sin el conocimiento de sus padres, y las que reclamamos que la maternidad no se convierta en un obstáculo en la carrera profesional. Hay feministas creyentes y otras ateas, aunque muy pocas se atreven a denunciar públicamente la opresión brutal que sufren las mujeres en el mundo islámico. Feministas de izquierdas y feministas de derechas, por mucho que las primeras se arroguen la representación exclusiva de la mitad de la humanidad, hasta el punto de proferir, de nuevo por boca de Irene, que «la derecha y la ultraderecha son el enemigo a batir». Feministas de obra y feministas de boquilla. Feministas recién llegadas a la batalla, con sueldazo y niñera a cargo del contribuyente, y luchadoras veteranas, que tuvieron (tuvimos) que vencer incontables trabas culturales y a veces también legales para poder conciliar trabajo, independencia y familia. Feministas libres y otras sometidas a la dictadura de lo políticamente correcto. Lo que constituye un ejemplo único en el mundo democrático es que la expendedora oficial de carnés de ‘buena feminista’ resulte ser la pareja del vicepresidente del Gobierno. Para ese viaje, la verdad, no necesitábamos alforjas.
Según la señora Montero, la prohibición de las manifestaciones previstas el 8-M en Madrid fue un acto de «criminalización del movimiento feminista». Porque el coronavirus, como todo el mundo sabe, es un machista de libro. De ahí que se hayan prohibido igualmente las Fallas, los Sanfermines, las fiestas de San Isidro, las visitas a las residencias de ancianos, la celebración del Orgullo Gay o las comidas familiares en domicilios privados. Somos todos (y todas) peligrosos criminales. Menos mal que Podemos ha venido a redimirnos.